UN DÍA INOLVIDABLE
Grabados
a fuego, con hierro candente. Así permanecerán en la memoria de los ciudadanos
de este país, los extraordinarios acontecimientos que tuvieron lugar en aquella
memorable jornada del 14 de setiembre de 2018.
Los
increíbles y chocantes sucesos, nunca contemplados por estos lares, y tampoco
en ningún otro, coparon portadas, llenaron telediarios y colapsaron las redes
sociales durante días y días.
Todo
comenzó a media mañana del Día de Autos, cuando en una céntrica calle de la
ciudad de Burgos, un operario del Ayuntamiento que reparaba una acera fue
arrebatado del suelo por una fuerza prodigiosa e invisible, y tragado, en
cuestión de segundos, por la capa de nubes bajas que se cernía a esa hora sobre
la capital castellana.
Ni
sus consternados compañeros de faena, ni los atónitos viandantes pudieron hacer
nada por impedir su meteórico ascenso. Tan imprevisto y vertiginoso fue éste,
que nadie consiguió reaccionar, nadie pudo hacer el más mínimo ademán por
retenerlo.
En
iguales o similares circunstancias, despegue repentino y centelleante elevación
a las alturas, se esfumaron varios trabajadores a lo largo y ancho de la
geografía patria, durante la siguiente media hora con intervalos variables
entre ellos de unos pocos minutos.
En
orden cronológico, la relación de insólitas ascensiones a los cielos fue la que
se detalla a continuación. El operario burgalés, pionero en la sorprendente
modalidad de fulminante despegue vertical, fue secundado por un jornalero que
laboraba en una finca de Cáceres; por un vendimiador, en una viña del Bierzo leonés; por un obrero de la construcción, que arreglaba un tejado en un caserío de la
huerta murciana; y, finalmente, por un albañil, encaramado a un andamio, en un
pueblo de Zaragoza.
En
todos los casos, los pasmados testigos, coincidieron en que los infortunados
currantes parecían haber sido succionados por una especie de aspiradora de
colosales dimensiones, situada más allá de la estratosfera.
Unos
diez minutos después de que el albañil maño se convirtiera en un proyectil
humano impulsado por un cañón fantasma, corrió idéntica fortuna un caballo de
carreras que competía en el hipódromo de Salamanca en una carrera de obstáculos.
En
tamaña y análoga tesitura encontrose, muy a su pesar, un congénere del
anterior, a lomos del cual un avezado picador trataba de castigar a un Mihura
cornigacho en la plaza de Las Ventas, llena a reventar.
En
ambos casos, jinete y rejoneador, respectivamente, salieron despedidos de sus
monturas como derribados por un viento huracanado, nivel 5, un momento antes de
que los desventurados animales fueran propulsados cual voladores en una verbena
de prado.
Ambos
declararían más tarde, aún tartamudos y temblorosos, que habían sentido algo
parecido a la onda expansiva provocada por una bomba de inimaginable potencia.
Incluso
allí donde los cielos estaban más despejados, los impactados espectadores del
singular drama apenas si pudieron seguirlos, a hombres y animales, unas décimas
de segundo antes de que se evaporaran en la inmensidad de la bóveda celeste.
Alrededor
del mediodía, más o menos una hora después del comienzo de la esperpéntica
función, los habitantes de la ciudad de Sevilla, que a esa hora paseaban por
sus calles aprovechando el día de sol radiante, observaron, absolutamente
patidifusos, como la Giralda despegaba del suelo y salía catapultada hacia las
alturas en un abrir y cerrar de ojos, literalmente.
El
gracejo andaluz, de probada rapidez y eficacia a la hora de establecer
comparaciones más o menos ingeniosas, no tardó en poner de relieve el evidente
paralelismo con el lanzamiento de un cohete de la NASA, tipo Apolo XIII o
similar, aunque todos parecían estar de acuerdo en que la milenaria torre árabe
se había elevado, incluso, a una velocidad netamente superior.
El
castillo de Montjuic fue el primero en seguir el ejemplo, aunque en este caso
sólo una parte del mismo fue arrancada de cuajo y convertida en un bólido rumbo
al espacio interestelar.
No
hay dos sin tres, dicen, y una vez más se cumplió la máxima.
La
Torre de Hércules, en La Coruña, completó la singular triada de edificios
voladores.
El
día tormentoso, con algún trueno ocasional, y la privilegiada ubicación del
faro gallego en lo alto de un pronunciado promontorio, añadió, si es que eso era
posible a estas alturas de la película, más fuerza escénica al alucinante
espectáculo.
La
enhiesta torre gris fue arrancada desde sus cimientos con la misma facilidad
con que un niño desarraiga una margarita, provocando una ensordecedora
explosión que sacudió los terrenos adyacentes como un terremoto de baja
intensidad.
Aquellos,
presentes en el lugar, que cerraron los ojos, asustados, cuando volvieron a
abrirlos sólo vieron un enorme agujero entre una nube de polvo. De la torre que
allí se levantaba desde muchos siglos atrás no quedaba ni rastro.
El
último acto del más formidable drama nunca representado tuvo lugar a las 12.30
de la mañana en la calle Uría de Oviedo.
A
esa hora, en un día con algunas nubes sobre la capital asturiana y una
agradable temperatura, un hombre fornido y de gran estatura logró burlar el
cordón de seguridad y propinar un soberano empujón a su Majestad el Rey, que a
la sazón se disponía a entregar los premios Princesa de Asturias en el teatro
Campoamor.
De
resultas del sorpresivo ataque el monarca cayó cuan largo era, dando con sus
regios huesos contra el duro asfalto ovetense.
Y
fue en ese preciso momento cuando, desde las alturas, tronaron vozarrones
apocalípticos:
—Jaque mate, Yahvé, jaque mate. Te he
vuelto a ganar, viejo carcamal.
—Mal rayo te parta, Zeus, mal rayo te
parta, a ti y a todo el Olimpo. Ya veremos quién ríe el último. Para la próxima
partida, salgo yo con blancas.