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jueves, 12 de abril de 2018

VIAJE ASTRAL





                           VIAJE  ASTRAL

¿Habéis tenido alguna vez un sueño tan vívido que os hiciera dudar sobre si estabais soñando u os encontrabais despiertos?
A mí nunca me había ocurrido; de hecho, apenas si sueño, o eso me parece, porque casi nunca recuerdo nada al despertar.
Así había sido, en efecto, hasta la noche del Viernes Santo, hace hoy exactamente un mes.
Después de un largo y doloroso proceso de divorcio, y con los hijos ya emancipados, acostumbro a pasar largas temporadas en mi chalé de la sierra. En realidad, se trata de una lujosa cabaña construida con oscuras maderas de roble a la vera de un arroyo de montaña, y rodeada por un espeso bosque de gigantescos abetos y pinos. Una estrecha carretera secundaria que discurre a unos 300 metros de mi idílico refugio es el único signo de civilización en muchas millas a la redonda. El tráfico es tan escaso que muy bien podría pasar por una vía muerta. Sólo algún intrépido viajante o el típico turista despistado osan perturbar muy de tarde en tarde la profunda calma reinante en el lugar.
Esa noche me había acostado a las 12 en punto, agotado tras una jornada especialmente fatigosa, y enseguida me dormí profundamente.
En mi sueño me encuentro tumbado en la cama, sobre las mantas y con el pijama puesto. La luz de la Luna penetra a través de la ventana y proyecta un rectángulo doble sobre la pared opuesta.
De repente, siento la imperiosa necesidad de salir a respirar el aire de la noche.
Un momento después, me encuentro descendiendo los diez escalones de la escalera del porche. La madera cruje bajo mis pies desnudos. Por eso sé que estoy soñando. Nadie en su sano juicio sale a pasear descalzo por la noche.
Un repentino soplo de viento primaveral, inusualmente cálido, acaricia mi rostro y alborota mis cabellos.
Cruzo el puente sobre el arroyo y me adentro en el bosque a través de la pista forestal que arranca en la carretera, unos 300 metros más allá. La luz de la Luna llena hace brillar las aguas del riachuelo y derrama sombras sobre el camino.
Me desplazo a paso ligero, sintiendo bajo mis pies la tierra polvorienta y apelmazada. Avanzo entre dos informes y negros muros que, de cuando en cuando, se agitan inquietos o susurran estremecidos.
Desde una rama situada a escasos metros del suelo, un ave blanca alza alborotado vuelo y se aleja chillando entre la espesura.
Allá a lo lejos, bosque adentro, un par de lechuzas conversa animadamente.
Justo cuando alcanzo el primer recodo de la amplia senda, una liebre saltarina cruza a la carrera perseguida muy de cerca por un famélico zorro.
Unos metros más adelante, la pista forestal describía una amplia curva hacia la izquierda. A la derecha, a una veintena de metros, se abría un pequeño claro en el bosque.
Y en ese claro brillaba un potente foco de luz amarillenta.
En la siguiente escena onírica, me encuentro echado sobre un montículo de rocas cubiertas de musgo. Desde mi oportuna atalaya atisbo, asombrado, el insólito espectáculo que se desarrolla allí abajo, en medio del claro, a una decena de metros de mi ventajosa posición.
El foco de luz artificial que había captado mi atención procedía de los faros encendidos de un todoterreno largo y oscuro, posiblemente un Jeep Grand Cherokee. La intensidad lumínica que bañaba el inquietante escenario me mostró cada detalle con deslumbrante nitidez, como una escalofriante proyección en Super HD.
Además, el actor principal tuvo la deferencia de situarse en todo momento de cara hacia mí, el único espectador de aquel drama. Se trataba de un hombre alto y corpulento, prácticamente calvo y luciendo una descuidada barba de ermitaño. Vestía un mono azul con el anagrama de REPSOL, y calzaba unas robustas botas de montaña. Sus manazas, embutidas en unos recios guantes de trabajo, enarbolaban un descomunal pico con el que arremetía contra el suelo cubierto de hojarasca con encomiable ímpetu y absoluta concentración.
A continuación, cambió el pico por la pala, y en poco tiempo logró excavar una respetable fosa rectangular.
Luego, se dirigió a la parte trasera del todoterreno y regresó al momento cargando al hombro un voluminoso fardo envuelto en una lona verde.
Al arrojarlo sobre el suelo, se abrió el precario embalaje revelando su macabro contenido.
Se trataba del cadáver de un hombre joven y atlético, enfundado en una especie de maillot muy ajustado. La palidez marmórea de su cara no conseguía ocultar del todo la pétrea armonía de sus rasgos apolíneos.
Después de los pequeños sustos precedentes, yo me encontraba increíblemente tranquilo, como un espectador privilegiado asistiendo a una función desarrollada en su honor.
En un momento determinado, el enterrador nocturno miró en mi dirección. Me agaché instintivamente al tiempo que contenía la respiración.
Pero sólo fueron unas décimas de segundo. El tipo no perdió el tiempo.
Parecía encontrarse en muy buena forma física. Sin gran esfuerzo aparente, arrojó el cuerpo al interior de la fosa, la rellenó en un santiamén y colocó encima tres grandes piedras, sin duda como protección contra las ocasionales alimañas. En ese momento recordé el escuálido zorro de antes y me pregunté si, finalmente, habría conseguido dar caza a la liebre.
Finalizada la ingrata tarea, el calvo siniestro abrió el maletero del Grand Cherokee y extrajo un extraño artilugio metálico que en un primer momento no conseguí identificar. Lo dejó apoyado contra un árbol y entonces lo reconocí fácilmente.
Se trataba de una bici de carreras. Tenía el manillar retorcido, el faro roto y la rueda delantera doblada hacia atrás. El hombre la contempló pensativo durante un largo rato, como sopesando qué hacer con ella, y al final volvió a introducirla dentro del vehículo.
Aquí hay otro salto en mi sueño, un largo intervalo de desconexión. Cuando regresa la señal me encuentro cruzando el puente de regreso a casa. La Luna llena, rebosante en el cénit, se contempla orgullosa en un remanso del arroyo. La pareja de lechuzas sigue conversando en la distancia. Aúlla un lobo hacia las montañas del norte.
Justo, en ese momento, coincidiendo con el solitario aullido lejano, el Grand Cherokee surge de improviso, como brotado de la tierra, a una veintena de metros, y se abalanza hacia mi posición.
El corazón se me sube a la garganta. Tengo el tiempo justo de arrojarme a las aguas del manantial.
Me despierto empapado en sudor y con las pulsaciones a tope.
Enciendo la luz, lo consigo al tercer intento, y miro a mi alrededor. Tras un largo rato de angustia e incertidumbre, compruebo, aliviado, que me hallo en mi habitación.
Me levanto y me contemplo en el espejo de cuerpo entero. Mi pijama está seco e impecable; ninguna mancha delatora, ningún desperfecto a la vista, sólo pequeñas arrugas.
Inspecciono mis pies.
Las plantas lucen cálidas e inmaculadas, tan tersas como la piel de un bebé.
Ahora sí, por fin me tranquilizo, casi por completo. No había sido más que una horrible pesadilla. Aunque, eso sí, la más real que hubiera tenido nunca, con muchísima diferencia…joder…anda que no.
Y seguramente hubiera olvidado con relativa facilidad la traumática experiencia, si en la mañana del domingo siguiente, mientras desayunaba leyendo el periódico, mis ojos no se hubieran topado con dos singulares noticias.
Ambas consiguieron atraer poderosamente mi atención. Tanto que, por un momento, se me erizó el vello de la nuca y me olvidé de respirar.
La primera aparecía en la página de SOCIEDAD. Un modesto titular anunciaba que un afamado catedrático de Arqueología pronunciaría esa misma tarde una conferencia en el Aula Magna de la Universidad. El tema de su discurso versaría sobre las conexiones genéticas, recientemente descubiertas, entre el Homo Sapiens y el Neanderthal. 
Sin duda, se trataba de un tema apasionante. Pero no fue eso lo que captó mi interés y logró sobresaltarme en grado extremo.
La escueta reseña informativa se ilustraba con la foto del protagonista del evento, según rezaba el pie de la misma.
Ahora había cambiado el mono de faena por un traje oscuro y una corbata a juego, y se había recortado la barba de ermitaño.
Pero era él, sin ninguna duda. Aquella calva y aquellos ojos habían quedado grabados a fuego en mi memoria. Sería capaz de reconocerlos entre un millón.
Había encontrado a mi sepulturero noctámbulo.
Unas páginas más adelante, en la sección de SUCESOS, localicé la segunda pieza del insólito puzle.
La noticia a toda página hablaba de la desaparición de un conocido ciclista del que no se sabía nada desde hacía unos dos días. Al parecer, según su familia, el famoso deportista, por lo visto una celebridad local, salió a entrenar por los alrededores, tal y como acostumbraba a hacer todas las tardes.
El Viernes Santo, a eso de las cinco, su hermana lo despidió en el portal. Desde entonces, nadie había vuelto a verlo, ni vivo ni muerto.
 También traía la correspondiente foto de rigor.
La hermosa cabeza, de líneas casi perfectas y coronada por una tupida cabellera azabache, muy bien podía haber servido de modelo para la obra de algún escultor clásico. La franca sonrisa, llena de vida, contrastaba brutalmente con el rostro velado por la lividez mortal que yo tan bien recordaba.
Aun así, la similitud de rasgos era incuestionable. Además, el recuerdo del maillot que lucía el cuerpo del infortunado atleta, junto con la maltratada bici, barrió cualquier atisbo de duda.
Sin mayor demora, decidí visitar el escenario del delito.
Mientras me aproximaba, ahora vestido como Dios manda y conduciendo mi fiel Range Rover, aún albergaba la esperanza de que mi sueño sólo hubiera sido eso, un sueño, y las noticias una sorprendente coincidencia, nada más.
Al llegar a la curva, aparqué entre la maleza y me interné en el bosque. Trepé hasta la atalaya e inspeccioné el claro entre los árboles.
En el centro veíase la tierra removida, y sobre ella tres voluminosos pedruscos. Descendí para estudiarlo más de cerca. Alrededor de la improvisada tumba descubrí abundantes huellas de botas de montaña y los enormes surcos dejados por las ruedas de un todoterreno.
Esa misma tarde, puse por escrito todos los recuerdos, sin mencionar, claro está, las peculiares circunstancias concurrentes. En mi relato yo estaba despierto, bien despierto, y había decidido salir a pasear para despejar la cabeza.
Lo releí, corregí un par de cosas, puse la fecha, lo firmé y, sin más dilación, lo llevé a la policía.
Al día siguiente, los acompañé al lugar de los hechos, y allí desenterraron el cadáver en mi presencia.
De inmediato, el arqueólogo fue detenido e interrogado. Finalmente, se derrumbó y acabó confesando. Mi minuciosa descripción y el hallazgo de la destrozada bici en su garaje, amén de una sospechosa abolladura en el Grand Cherokee, dejaron el caso visto para sentencia.
Aunque él sostuvo en todo momento que el atropello fue accidental, se descubrió que tenía poderosos motivos para sentir hacia la víctima una profunda animadversión. Al parecer, y según se demostró en el juicio, el célebre deportista y la mujer del arqueólogo eran amantes desde hacía tiempo.
Fue juzgado, pues, por homicidio voluntario con agravantes, y condenado a 20 años de prisión.
En la reconstrucción de los hechos, el fiscal lo describió como un individuo despiadado y vengativo al que el azar brindó una oportunidad única para cometer el crimen perfecto. Desde luego, las circunstancias eran las más idóneas: un lugar retirado, una carretera solitaria, sin testigos…
Evidentemente, no podía contar con que un factor desconocido de tan extraordinaria naturaleza arruinara su improvisado plan.
Podrán hacerse todas las interpretaciones posibles y desarrollarse todas las conjeturas imaginables, pero hay un hecho absolutamente cierto y totalmente irrebatible. Esa noche, durante unas horas, de alguna forma, yo estuve en dos sitios a la vez.
Hoy me encontré casualmente con un amigo de la infancia al que no veía desde hace unos cuarenta años. El hombre es muy aficionado a las historias sobrenaturales, de ésas que aparecen en el programa de Iker Jiménez. Escuchó mi relato con gran atención, pero con la suficiencia del experto que ya ha oído otros similares. Mientras yo hablaba, asentía de vez en cuando y sonreía con arrogante condescendencia.
Cuando terminé, consultó su reloj y comentó que tenía que marcharse a coger un tren. Antes de irse, sacó una tarjeta del bolsillo, escribió algo y me la entregó.
Después, se largó sin más ceremonias. Mi amigo siempre ha tenido cierta fama de excéntrico.
Miré el papel que me había dado. Contenía sólo tres palabras.
                      VIAJE ASTRAL ---WIKIPEDIA

¿¿Viaje astral??... Suena a excursión interplanetaria. Esta noche, sin falta, miraré a ver qué demonios es eso.


8 comentarios:

  1. Tus COMENTARIOS son siempre BIENVENIDOS. Muchas GRACIAS.

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  2. Un relato inquietante, no hay duda. También muy interesante. Parece que el protagonista no tiene una explicación clara para lo sucedido pero, dada la actitud de su amigo "el experto", nada tan fuera de lo común que wikipedia no lo recoja...
    Me ha gustado leerlo, pero lo cierto es que yo preferiría no experimentar ningún viaje astral, por si acaso :)

    Buen relato, Paco, ¡un saludo y buen finde!

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    1. Me alegro de que te gustara, Julia. Buen fin de semana también para ti.

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    2. Celebro que te gustara, Julia. Desde luego, la Wikipedia es una herramienta muy útil. Gracias por la lectura y el comentario.

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  3. A mí también me ha gustado. Es intrigante y, para mí, muy creíble.
    Por si te interesa el tema, voy a hacer como tu amigo:
    El Cuerpo Astral, de Arthur Powel. Ya tienes lectura para el fin de semana. Jajaja
    Un saludo.

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    1. Celebro que te gustara, Ana. En efecto, sobre los viajes astrales hay unos cuantos testimonios realmente alucinantes.
      Tomo nota de tu recomendación, siempre me interesaron estos temas. Gracias por la visita.
      Cordiales saludos.

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  4. Hola Paco, gracias por invitarme. Me ha gustado en esta tarde lluviosa leer tu cuento. Buenas imágenes que describen las escenas. Tiene suspense, un ingrediente que lo hace interesante. Saludos.

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  5. Una tarde lluviosa invita a la lectura, en efecto. Me alegro de que te gustara. Gracias por tu visita, Miry.
    Cordiales saludos.

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