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jueves, 12 de abril de 2018

REGRESO AL PALACIO DE VALLEDOR





       REGRESO AL PALACIO DE VALLEDOR

Exactamente a las 11 en punto de una mañana esplendorosa del mes de mayo, José Villamañe, maestro rural por tierras de los Oscos, descendió de su auto y contempló el colegio de su infancia.
El palacio del Valledor, ubicado en el pintoresco pueblo de Castropol, albergó la Escuela Hogar desde finales de los 60 a finales de los 80. Nuestro protagonista estuvo interno en el colegio durante siete Cursos, desde segundo hasta octavo de E.G.B. Hasta quinto, asistió a clase en las escuelas viejas de Castropol y los últimos años al nuevo colegio construido a mediados de los años 70.
Recordó la breve reseña de la Wikipedia:
“El palacio del Valledor, perteneciente a la familia del mismo nombre, fue erigido en el S.XVI. Posee una planta cuadrada en forma de U , con sendas torres al final de sus brazos, rodeando un patio interior.  La capilla, con un magnífico retablo barroco, fue adosada en el s. XVIII”.
Una tapia de piedra de más de tres metros de altura y rematada por pequeñas y espaciadas pirámides, rodeaba el viejo caserón y los terrenos adyacentes por tres de los cuatro puntos cardinales. Sobre los muros grises crecían las hiedras y los helechos.
José Villamañe se demoró unos segundos contemplando el escudo heráldico labrado en la fachada, encima del portón de entrada rematado por un arco de medio punto. Al pie del pétreo estandarte aparecía la siguiente leyenda: “Al solar de Valledor, antiguo y de gran valor”. Al recio portalón, cubierto de escamas de pálida pintura verde, se le habían desprendido algunas tablas y otras aparecían rotas. Al profesor rural le recordó una extraña y descomunal boca, con algún diente mellado. Una boca que lo llamaba, soplándole al rostro el aliento del pasado.
A ambos lados de la puerta de entrada se abrían dos pequeñas ventanas enrejadas, con barrotes de hierro y contraventanas del mismo verde decrépito. Mientras las de la ventana izquierda lucían intactas, las de la derecha habían desaparecido casi por completo.
El vetusto palacio, cual pirata tuerto, le susurraba antiguos secretos compartidos y lo invitaba a desenterrar arcaicos cofres olvidados.
La desvencijada puerta se abrió con un suave chirrido de protesta. En el patio porticado medraba una pequeña selva de zarzas, brotando entre las heridas del cemento. La hiedra también asomaba por doquier y tras husmear por el suelo cuarteado trepaba por el blanco leproso de los muros. Sus largos dedos codiciosos se deslizaban sobre los amplios ventanales y se aferraban a los herrumbrosos canalones buscando la ruinosa techumbre de pizarra. Sobre ésta, aquí y allá, brotaban raquíticos helechos, perpetuamente estremecidos por el azote continuo del viento del nordeste que soplaba desde la cercana ría.
Tratando de ignorar las sordas punzadas de nostalgia, José Villamañe desenvainó su flamante Sony de 20 megas y comenzó a disparar a su alrededor. Las familiares imágenes, tantos años contempladas, fueron cayendo frente a los certeros fogonazos. El reloj de sol, situado bajo el alero de la capilla; La escalera de la entrada con su robusta baranda, labrada con esmero; Las recias pilastras de piedra, que sostenían dos de las tres paredes que cobijaban el patio.
Los recuerdos comenzaron a manar a borbotones. Los partidillos de fútbol en el reducido recinto, con su pronunciada inclinación que desequilibraba la balanza. Las filas para entrar en el comedor, serpenteando a través del pasillo que recorría toda la parte inferior bajo los soportales. Las mañanas de domingo,  cuando limpiaban los zapatos que luego llevarían en misa y el aire se llenaba con los aromas pegajosos del betún, Kanfort y Búfalo, marrón y negro.
José Villamañe ascendió lentamente los desgastados peldaños y penetró en el interior del solitario caserón. Ante él se abría el largo pasillo que corría tras las fachadas que abrazaban el patio. La poderosa luz del mediodía que penetraba a través de la media docena de ventanales revelaba hasta el más mínimo detalle. El maestro rural aspiró profundamente. La atmósfera enclaustrada ensanchó sus pulmones y serenó su espíritu. El polvo, largamente estancado sobre el suelo y las paredes, se alzó revoloteando y el sol lo acuchilló con tajos rectos y contundentes. Tras la tenue y fantasmal cortina, José Villamañe se reencontró con los cuadros de payasos y paisajes que languidecían, suspendidos entre el techo artesonado y las planchas de madera que revestían el tramo inferior de la pared.
Uno de los cuadros era una fotografía de la Alhambra. El cielo sobre los jardines estaba plagado de diminutas motas negras como un enjambre de estrellas enlutadas. Cerca de éste colgaba un lienzo sin marco. Un Castropol juvenil, con 50 años menos, lucía mohoso y apagado. En la esquina superior izquierda, un edificio compacto, largo y oscuro, destacaba entre sus blancos compañeros como una gigantesca muela cariada. Ya entonces, el Palacio del Valledor era una construcción antigua. Pero estaba sano, pletórico de energía. Su mole gris, sólida e imponente, descollaba como un monolito de cielo encapotado desprendido de la troposfera. A su alrededor, media hectárea de campo, limpio y cuidado, lucía inmaculada. Si la foto se hiciera hoy, desde la misma perspectiva, la antigua Escuela Hogar apenas se vería entre la maraña de zarzas.
José Villamañe se dispuso a tirar más fotos. El visor estaba empañado. Necesitaba el paño especial que venía con la cámara para limpiar la lente. Vaya, pensó, ¿dónde demonios había dejado la funda?...Recordó que la había depositado sobre el antepecho de una de las dos ventanas del patio y salió a buscarla. La encontró colgada del picaporte de la puerta de la capilla. No recordaba haberla colocado allí. Levemente intranquilo, miró a su alrededor. El sol calentaba cada vez con más fuerza. Los grillos y chicharras cantaban entre las zarzas. Varios gorriones discutían acaloradamente sobre el alero de enfrente.
José Villamañe meneó la cabeza y se secó el sudor de la frente, mientras pensaba que la emoción y los nervios a veces provocan que hagamos cosas sin darnos cuenta, y él se había emocionado realmente al pisar de nuevo el patio de su niñez. Descolgó la funda y volvió a entrar.
Se dispuso a inmortalizar el dibujo de un sonriente payaso acompañado del correspondiente poema en prosa, había varios de éstos repartidos por las distintas estancias. Reparó en que el cuadro estaba ligeramente torcido. Lo enderezó parsimoniosamente, se situó a la distancia adecuada para un  mejor encuadre e hizo la foto.
Intentó abrir la puerta de la antigua sala de estudio, pero estaba atrancada y ninguna de las llaves que el cura le había dejado encajaba en la cerradura. El pasillo torcía en ángulo recto hacía el comedor y la cocina. En las paredes, más cuadros de risueños payasos, monumentos e imágenes piadosas.
José Villamañe, colocó la cámara sobre el trípode y situó éste sobre el punto medio de la bisectriz. A continuación, retrocedió hasta la puerta, accionó el REC con el mando y, tras protagonizar una nueva y teatral entrada desde el patio, comenzó a avanzar muy lentamente a lo largo del pasillo, mientras desgranaba el discurso que traía preparado a tal efecto.
Repasó brevemente la historia del histórico edificio como institución de acogida, académica y educativa que, a la sazón, había investigado  en Internet. Con voz pausada, grave y solemne, y levemente temblorosa a ratos, comenzó hablando del Orfanato del Santo Ángel, allí existente desde mediados de los años 20 hasta finales de los 40. Aquí expuso primero los fríos datos cuantitativos que hablaban de entre 30 y 50 huérfanos de padre y madre, triplicándose el número a partir de la Guerra Civil.
Luego, le echó algo de imaginación literaria al asunto y, con frases emotivas y rotundas, trató de retratar la dramática situación de aquellas criaturas, a merced del hambre, el frío y las enfermedades, y privados del más elemental afecto paterno. Remató su sentida e inspirada plática con una frase que se le había ocurrido durante una larga noche de insomnio y que, una vez revisada y pulida a conciencia, hablaba de la huella indeleble del sufrimiento, soledad, dolor y miedo, infantil, prisionera y latente, para siempre, entre los cansados muros del Palacio del Valledor.
Después de relatar la desventurada historia de los huérfanos, José Villamañe movió la cámara situándola en el otro extremo del pasillo y, ya en un tono más tranquilo y sosegado, mencionó la clausura del Orfanato Santo Ángel, un mes de julio del año 47, y su sustitución por el Colegio San José, regido por las Hermanas de la Caridad, que impartían clases de párvulos y E.G.B. a varias decenas de niños de Castropol y los pueblos de alrededor.
Finalmente, a finales de los años 60, comenzó a funcionar la Escuela Hogar, acogiendo a más de un centenar de niños y niñas, la mayoría del occidente astur, aunque también había algunos del centro y oriente. En el año 73 las monjas fueron sustituidas por educadoras y maestras, la mayoría jóvenes interinas que preparaban allí las oposiciones.
José Villamañe hizo una pausa y, mirando fijamente la cámara, mencionó las fechas de su ingreso y despedida: septiembre del 71, junio del 78. A continuación, expuso un breve resumen de su trayectoria vital en el Centro haciendo especial hincapié en algunos hitos memorables, y terminó señalando el 30 de junio del año 87 como el día del cierre definitivo de la legendaria institución educativa.
Posteriormente, citó a modo de epílogo, había existido un proyecto para ubicar allí los juzgados que había quedado en nada; las infantas, Elena y Cristina, habían pernoctado durante un fin de semana en su periplo por tierras de los Oscos a mediados de los 80, y, últimamente, había acogido varias colonias escolares durante el verano.
Pero, en los últimos 20 años, nadie había hecho uso de sus instalaciones. El Palacio del Valledor había sido abandonado de la mano de Dios. Aunque figuraba como propiedad de la Iglesia, sus verdaderos dueños, hoy por hoy, eran la hiedra y las zarzas, los gorriones y las chicharras. 
Aquí finalizó el reportaje introductorio. José Villamañe se despidió con otra frase ingeniosa, largamente reflexionada, saludó y apagó la cámara.
Situado cerca del vértice del ángulo del pasillo, rememoró un lejano día de otro mes como éste. Mes de mayo, mes de María. Así, todos los días del mes florido por excelencia, y en el mismo pasillo en que ahora se encontraba, formaban en fila, antes de desayunar, para entrar en la capilla a rezar el rosario. El centenar largo de niños y niñas internos ocupaban toda la longitud del pasillo. José Villamañe recordó caras de ojos soñolientos, bostezos mal reprimidos y un coro desafinado de tripas rugientes.
Mientras grababa, caminando lentamente, el día radiante a través de los amplios ventanales, se le ocurrió que aquella era una estrategia perfecta para conseguir apasionados devotos del santo rosario para toda la vida. 
En ese momento, comenzó a oírse un suave golpeteo procedente de la cerrada sala de estudio. Dejó de filmar, se acercó a la puerta y escuchó. No, no se trataba de golpes, más bien sonaba como un tenue rascar, desgarrar y masticar. Se detenía a intervalos irregulares y volvía a comenzar.
Ratas, pensó José Villamañe, … ¿Qué demonios estarán comiendo?...Claro...Libros… ¿Qué, si no?...
Recordó que allí había un armario empotrado, atestado de libros de texto, novelas de aventuras juveniles, cuentos infantiles y un amplio surtido de comics. Allí había comenzado a desenterrar los tesoros que se escondían en las páginas de Julio Verne, Los Cinco y Los Siete Secretos de Enid Blyton, Tintín y Astérix, El Jabato, El Capitán Trueno…
En ese momento, ocurrieron dos cosas, casi al unísono. Cesaron, abruptamente, los ruidos procedentes de la sala de estudio y, simultáneamente, resonó un fuerte golpe a su espalda. J.V. se giró sobresaltado, cruzó el pasillo y se asomó a la ventana.
Un gorrión se había estrellado contra el cristal y yacía sobre uno de los dos bancos de hierro situados a ambos lados del patio, con la cabeza torcida y las convulsas patitas arañando el aire.
El calor era ahora sofocante. Calculó sobre 30 grados a la sombra. El coro de grillos y chicharras reanudó el concierto, brevemente interrumpido. Los gorriones, colegas del accidentado, los secundaron gozosamente. J.V. abrió el resto de las ventanas para evitar más percances desagradables. Fotografió el pájaro agonizante y lo grabó en un primerísimo plano hasta que las patas del gorrión dejaron de agitarse y sus ojos vidriosos se velaron. Luego, movió lentamente el objetivo y fue ascendiendo por las zarzas hasta el tejado, la tapia y el intenso cielo azul, más allá de las copas de los castaños y cipreses de la finca colindante. El alma del pajarillo elevándose hacia las alturas. Un zoom muy ingenioso. J.V. tenía ciertas dotes artísticas y a veces se le ocurrían ideas originales y creativas.
Justo donde el pasillo doblaba en ángulo recto, se abría una puerta que conducía hasta los dormitorios. Desgraciadamente, tampoco le sirvió ninguna de las llaves. Esbozó un gesto de contrariedad. Lamentaba no poder acceder a esa parte del caserón por la fotogenia de los escenarios y las agradables vivencias que le traía a la memoria.
Temiéndose lo peor, se dirigió a la puerta del final del pasillo. Ésta, en cambio, se abrió sin problemas. Cruzó otro pasillo más pequeño. Toda esta parte de la casa tenía el mismo piso de grandes baldosas, color marfil y ladrillo, simulando un gigantesco tablero de ajedrez. Remedando los movimientos del caballo, accedió a la cocina.
Las zarzas cubrían las ventanas, sumiéndola en la penumbra. Largos tentáculos espinosos penetraban a través de los cristales rotos y reptaban exploradores sobre el carro con dos baldas de madera y armazón de hierro,  lleno hasta los topes de platos y vasos Duralex, cubiertos a juego y jarras de porcelana. El menaje completo, listo para servir. J.V. entró grabando y desde la puerta tomó un plano largo y fijo de la profusa cubertería emergiendo entre la maleza. Se acordó de la última cena del Titanic y también del “Mary Celeste”, el velero aparecido en alta mar con la sopa humeante sobre la mesa y sin rastro de la tripulación y los pasajeros.
La sensación de desolación y abandono era aquí más fuerte. Sintió pena e indignación. Alguien debería hacer algo. La iglesia, a veces, es como el perro del hortelano y ese día ya le había asestado varias dolorosas dentelladas.
Se acercó al carro y trató de moverlo. Las ruedas estaban bloqueadas. Los cubiertos se estremecieron, desperezándose lentamente con un doloroso y familiar tintineo.
Antes de abandonar la estancia, se dispuso a realizar la foto de rigor. En el preciso instante en que pulsó el botón, un vaso situado cerca del borde resbaló, se desplazó unos centímetros y cayó al suelo haciéndose añicos. El golpe sonó como un disparo entre el silencio cautivo. J.V. respingó alarmado y a punto estuvo de soltar la cámara. Afortunadamente, a sus 50 años, aún conservaba intactos los reflejos y consiguió aferrarla en un rápido quite.
Afuera, había comenzado a soplar el viento y las zarzas se movían, retorciéndose, como si quisieran penetrar aún más a través de la destrozada ventana. J.V. supuso que alguna rama había golpeado el vaso haciéndolo caer. Porque los vasos no acostumbran a suicidarse arrojándose al vacío. Se acordó del gorrión estrellándose contra el cristal. Igual hoy era el día mundial de la autoinmolación y él no se había enterado. A su rostro enjuto asomó una sonrisa irónica teñida de cierto nerviosismo. Respiró hondo. Poco a poco, su corazón recuperaba el ritmo normal. Coño, que uno no gana para sustos, pensó mientras salía caminando lentamente hacia atrás, como un peón arrepentido regresando a posiciones defensivas.
Pasen, señores, pasen y vean. En su recorrido sin guía al Parque Temático de la Añoranza, J.V. visitó la atracción del cuarto de la tele. Allí había pasado algunos de los mejores ratos en aquellos 7 años. El prehistórico aparato de la marca PHILIPS seguía en el mismo sitio, como un mastodonte sepultado y emergido en el deshielo.
El maestro jubilado evocó las mágicas y deliciosas tardes, especialmente los fines de semana, disfrutando de interminables sesiones de TV, siempre que la bendita lluvia malograra los fastidiosos paseos por las afueras del pueblo. A falta de palomitas, consumían pipas Churruca en cantidades industriales y mascaban chicles Bazooka, fresa y menta, de esos que recordaban minúsculos neumáticos de Fórmula 1. Con un duro compraban dos bolsas y un paquete de chicles.  
Una nutrida pléyade de personajes legendarios y entrañables comenzaron a desfilar. El gato Félix, el caballo Furia, Los Chiripitifláuticos, Los payasos, Sesión de tarde, La casa de la pradera, La Ley del revólver, Misterio….
Grabó durante varios minutos, tomó fotos desde distintos ángulos y se acercó al aparato. Deslizó su mano titubeante por la leve convexidad de la pantalla, los oscuros apliques de madera y el inmenso tubo catódico. Limpió el cristal y se fotografió reflejado en él. El potente flash automático lo deslumbró, cegándolo momentáneamente. Cuando al fin consiguió recuperarse del inesperado destello, comprobó cómo había quedado la foto.
Lo sacudió un intenso escalofrío. Esta vez la cámara se hubiera caído sin remedio si no estuviera anclada al trípode. Ahogó un grito. Al lado de su rostro sonriente y melancólico, aparecía retratada una cara extraña de mirada fija y alucinada. Desde la cocina, situada tras la pared a su espalda, le llegó un crujido grave seguido de un prolongado chirrido metálico.
El viento seguía arreciando. A J.V. le pareció que alguien le soplaba en la nuca, como si una libélula gigante, o tal vez Campanilla, batieran alas en su cogote.
Se giró instintivamente, miró la pared de enfrente y se echó a reír.
¡El Monje Loco!… ¿Cómo no lo había visto al entrar?...
La cabeza de un severo padre inquisidor lo mirada acusadoramente desde su marco de guirnaldas verdes y volutas de fantasía. De niños,  le tenían auténtico pánico. Las monjas lo sabían y a menudo los castigaban a permanecer de pie, a solas, delante de la tétrica figura. Su faz, colérica y furibunda, emergiendo de la capucha de verdugo, sentenciaba con el rictus implacable digno del juez de la horca: “Mírame, pequeño bastardo. Has pecado, y te vas a ir de cabeza al infierno”.
Durante esos años y aún mucho después, había estado omnipresente en sus peores pesadillas.
Un rayo de sol, liberado por el viento del Sur de su cárcel de algodón, penetró  a través del ventanal que daba al lavadero e iluminó la atemorizante imagen. El ascético rostro del monje pareció arder. Sus ojos despiadados fulguraron como  carbones encendidos.
Involuntariamente, José Villamañe dio un paso atrás. Claro, cuando entró, la habitación se encontraba en penumbra y su atención se había centrado en el viejo televisor. Luego, justo al sacar la foto, se había iluminado el cuadro, igual que ahora. La madre que parió al condenado fraile de los demonios. Vaya susto que le había dado.
En la sala de la tele, los mayores de 7º y 8º solían celebrar los cumpleaños organizando un festivo guateque. Comían pastas artesanas Reglero y  bebían sidra El Gaitero, compradas en el SPAR del pueblo. La botella de tres cuartos costaba 25 pesetas, una respuesta del Un, Dos, Tres. Cerca del mítico establecimiento, hoy desaparecido, vivía un zapatero remendón que todas las mañanas atravesaba un estrecho callejón y pasaba por delante de la Escuela Hogar para ir a buscar leche a una granja de las afueras. Siempre que se lo encontraban saludaba de la misma forma, “huevos días”, y se reía él solo de su chiste surrealista.
Creyó recordar que durante estos actos verbeneros incluso les habían permitido fumar en alguna ocasión. Hoy, esto le parecía tan inconcebible que dio en pensar que a lo mejor lo había soñado.
José Villamañe se alejó de las sombras y caminó hacia la luz del espacioso comedor, que ocupaba dos amplias estancias contiguas.
Allí, hace cuatro décadas largas, se sentaban 6 niños en cada mesa. Los mayores servían, recogían y ayudaban a los más pequeños. La comida no era nada del otro mundo. Recordó una especie de manteca rancia y picante que solían arrojar por la ventana a la huerta, hasta que las maestras descubrieron la jugada y se armó una buena. Los domingos a la cena acostumbraban a servir unas sardinas en lata con un sospechoso color verde amarillento. Eso sí, durante los pantagruélicos desayunos se atiborraban de tierno y crujiente pan de barra, untado con Tulipán y mojado en un chocolate espeso y caliente. Un auténtico manjar de dioses.
El día del cumpleaños de la directora, Doña Matilde, se servía un fantástico menú, con tarta incluida. La pena es que sólo ocurriera una vez al año.
Ahora, unas pocas mesas se encontraban agrupadas en el centro y sobre ellas había frascos llenos de pinceles rígidos, cajas de témperas resecas, botes con restos de pintura petrificada y cartulinas con dibujos infantiles. Sobre la pared, aparecían más dibujos clavados en una pizarra de corcho, al lado de muñecos de superhéroes y personajes de cuento, coloreados y recortados; además de un reloj, fabricado en cartón, que marcaba las nueve y media; una fecha al lado, más números recortados, y varias estampas de los distintos meses y estaciones.
A la derecha del corcho colgaba una pizarra magnética conteniendo un amplio surtido de letras mayúsculas y minúsculas, rojas y azules, pulcramente ordenadas en varias hileras superpuestas.
Dedujo, acertadamente, que se encontraba ante los restos de actividades para colonias escolares que hasta hace dos décadas y media se venían celebrando durante el verano. Por lo visto, los últimos se habían marchado cagando prisas y no se habían molestado en recoger.
La luz penetraba a raudales a través de los amplios ventanales, abiertos desde el suelo hasta cerca del techo, y resaltaba la alegría cromática de la estancia, serenando y animando, de paso, al antiguo alumno, algo alicaído tras las últimas e inquietantes experiencias.
En la pared opuesta a las pizarras colgada la enésima versión del payaso feliz, sosteniendo un racimo de globos, elaborado a base de retales de vivos colores. Empuñó la cámara y registró fielmente cada detalle aprovechando la intensa claridad.
Grabó un primer plano del clown y se subió a una mesa para filmar un contrapicado de los útiles de manualidades. Luego, caminó hacia los ventanales abiertos y grabó la espléndida panorámica sobre la ría, el pueblo aletargado y, más allá, las montañas verdes en lontananza. Se demoró largamente en la playa a la que acudían a menudo, plagada de conchas y pulidos guijarros multiformes de sorprendentes colores. Con nostálgico deleite recorrió el pequeño islote rocoso poblado por matas floridas de espinos silvestres creciendo entre una decena de espigados eucaliptos. Dos cuevas paralelas horadaban su subsuelo invocando sueños de temerarios bucaneros y hazañas de aventureros intrépidos.
El bocinazo de un camión dedicado a un conductor despistado reventó la burbuja y José Villamañe se cayó de su nube de fantasía. Con un suspiro de fastidio y resignación, se retiró del ventanal y volvió a concentrarse en el interior. Tomó planos de cerca de las dos pizarras y fue abriendo lentamente el objetivo.
Constató, con cierta sorpresa y satisfacción, que la pizarra magnética contenía dos dobles alfabetos completos, no se había extraviado una sola letra.
Afuera, el viento arreciaba doblando las ramas. Cerró los ventanales.
La estancia contigua estaba prácticamente vacía, a excepción de un par de armarios de madera carcomida, atestados de cachivaches, y en las paredes un único cuadro de gran tamaño que representaba La Última Cena en bajorrelieve plateado. Siempre le había llamado la atención por el realismo de las figuras y la original técnica de elaboración.
Después de fotografiarlo, se acercó hasta él y pasó el dedo por encima abriendo un brillante surco entre el polvo. Cristo y los Apóstoles lucían opacos. Los frotó con el pañuelo y relucieron con argentinos destellos.
En ese momento sopló una furiosa ráfaga de viento, más violenta que las precedentes. En la habitación contigua, donde había estado unos momentos antes, resonó un gran estruendo. José Villamañe pegó un brinco, este día iba a romperle los nervios, y se acercó cautelosamente para investigar las causas de tamaño alboroto.
El golpe de viento había abierto uno de los ventanales, que él había dejado mal cerrado, y había derribado varias sillas colocadas de cualquier manera encima de una de las mesas. Además había desprendido alguna de las letras de la pizarra magnética. Se acercó para hacer recuento y comprobó que faltaban una docena de consonantes y varias vocales, todas mayúsculas. Las azules eran ahora mayoría.
Lo extraño del caso era que en el suelo no había ninguna letra. Profundamente intrigado, se agachó y miró debajo de las mesas. Se tumbó y buscó bajo los armarios. Nada, sólo polvo y telarañas. De nuevo se aproximó a la pizarra. Los huecos seguían allí, desafiando una explicación lógica. Se dijo que a lo mejor ya faltaban antes y no había reparado en ello. Pero, casi se atrevería a jurar que los 4 alfabetos estaban completos. Pero…un momento…claro…la cámara…
Rebobinó con dedos nerviosos y el corazón acelerado. Otra vez volvía a sudar y no sólo de calor. Cuando localizó el fotograma su corazón latió aún más de prisa. Allí aparecían los 4 flamantes abecedarios. No había una sola baja en las filas, ningún hueco rompía la armoniosa formación.
Se acercó al abierto ventanal. Aferrado a la baranda de hierro clavó la vista en el lejano horizonte, sobre la línea nítida de las colinas recortándose contra el intenso azul celeste. Sobre el asfalto de la carretera, poco transitada a esas horas, el sol reverberaba fabricando ilusiones pasajeras. Los grillos y las chicharras seguían atronando. Varias gaviotas sobrevolaban la ría, chillaban y se lanzaban en picado sobre la mar tranquila. Miró a sus pies bajo la ventana y descubrió un caballo pasiego amarrado a un robusto cerezo. A su vera, un chivo de respetable perilla se sofocaba, tumbado entre las zarzas y también prisionero, sin duda expiando alguna culpa inconfesable. A ambos se les marcaban las costillas, medio muertos de hambre y sed y comidos por las moscas.
José Villamañe, hombre del campo, esbozó un gesto de lástima e indignación. Avisaría al cura. Aquellos animales se encontraban en un estado lamentable. Se trataba de un caso de flagrante injusticia: el cabrito amarrado y el cabrón del dueño, suelto.  Se distrajo momentáneamente del misterioso caso de las letras desaparecidas.
Al volverse, descubrió tres de ellas trepando por la pata de una mesa. Supuso que al encontrarse ésta contra la pared quedaban ocultas y por eso no las había descubierto antes. Aunque no estaba muy convencido de su razonamiento, de momento no se le ocurría otra explicación mejor.
Tres letras rojas. Mayúsculas. Arriba del todo, la O; en medio, la L; y abajo, la A…
…………………….O…L…A…………………….

…¡Cuánto tiempo!... ¿Hay alguien ahí?...

……………….O…L…A………………..
…¿del mar bravío, picoteado por las hambrientas gaviotas…?
¿Había por aquí duendecillos traviesos o alguien le estaba gastando una broma, alguien que tenía ganas de jugar…? Quienquiera que fuese, era endemoniadamente silencioso.
Súbitamente contagiado por un travieso arrebato lúdico, José Villamañe arrancó todas las letras de la pizarra, eligió unas cuantas y las volvió a colocar en el centro.
                             
                              ¿ Q U I E N E S      S O I S ?

Cómo le faltaban letras, recortó algunas de cartón y las pegó sobre las X y las W.
A continuación, regresó al pasillo de la entrada y lo recorrió con diligencia. Al llegar al vértice de la L, se detuvo y miró intranquilo a su alrededor. Tuvo la impresión de que se había operado un sutil cambio en la amable y festiva sonrisa de los payasos de las paredes. Ahora simulaba más bien una mueca burlesca y maliciosa, como si compartieran un ominoso secreto.
Volvió a tentar la puerta cerrada que conducía a las habitaciones del piso inferior. Se abrió con un suave chirrido. No se lo esperaba y pegó un traspié. Ignorando los temores de hace un momento, atravesó un corto pasillo y comenzó a descender un empinado tramo de escaleras, con la Sony por delante, grabando sin interrupción. Al llegar al descansillo, se paró y tomó un plano fijo de la enorme habitación. Era la estancia más amplia del palacio con notable diferencia. Se trataba de un barracón de unos 20 metros de largo por 10 de ancho que en su día albergó una treintena de camas litera, de las cuales subsistía el armazón de media docena en buen estado y una decena más desarmadas o rotas. Los armarios metálicos, colocados entre ellas, habían envejecido mejor y apenas si mostraban algún pequeño deterioro.
José Villamañe se conmovió al comprobar que la única cama que conservaba el colchón había sido la suya durante los últimos Cursos. Los más pequeños solían dormir abajo y los mayores en las literas superiores. Su cama estaba situada enfrente de la ventana. Una absurda asociación de ideas le trajo a la memoria el cuento de “Ricitos de Oro”. Se subió a la cama, cerró los ojos y dejó que su mente volara libre retrocediendo en el tiempo. El pantano de la memoria abrió de nuevo sus pesadas compuertas.
Las mañanas de los sábados eran un verdadero placer de dioses, cuando el sol se levantaba, ascendía en el horizonte y bañaba su cabecera. Qué a gusto se estaba en cama a esas horas, cuando no había que madrugar y salir a la fría mañana para asistir a clase en el Colegio del pueblo.
En el año 1972, la selección española de fútbol derrotó a la de Chipre por 7 a 0. La maestra cuidadora que dormía en la pequeña habitación del fondo, salía de cuando en cuando y les iba cantando los goles de España que todos celebraban con gran júbilo.
El 20 de Noviembre del año 1975, a primeras horas de la mañana, estando aún todos acostados, la joven maestra se situó en medio del pasillo y con semblante serio y compungido les informó de la muerte del Caudillo. Los gritos de alborozo ante la noticia superaron largamente a los del fútbol de tres años atrás, mientras saltaban sobre las camas y se peleaban con las almohadas. No es que los niños se alegraran especialmente de la muerte de Franco, pero el luctuoso suceso suponía una semana extra de vacaciones.
En aquellos tiempos, cuando se celebraba un bautizo, además de los habituales caramelos, los padres y padrinos del bautizado arrojaban pesetas a puñados desde la escalinata de la iglesia sobre la plaza situada entre ésta y el Ayuntamiento. Una jauría de niños y algún adulto, espabilado y con poca vergüenza, libraban singular combate para rebañar aquellas preciosas “rubias”, acuñadas con los dos célebres perfiles del Caudillo, el orondo y el famélico. Alrededor de 10, no había estado mal; por encima de 20, era un apreciable botín, y más de 30 representaba una pequeña fortuna.
Aconteció que un venturoso día, los progenitores del sacramentado se mostraron más generosos que lo que era habitual. Abundaron, así, los apreciables botines y las pequeñas fortunas y, quien más, quien menos, todos se fueron con sus buenas monedas en los bolsillos.
Esa misma noche, estando ya acostados, resultó que algunos de los más afortunados e intrépidos, sintieron la acuciante necesidad de derrochar sus pingües ganancias. No se les ocurrió nada mejor que saltar por la ventana del dormitorio y correr a la tienda del pueblo para cambiar el dinero llovido del cielo por varios kilos de terrenales chucherías. Hay que decir que nuestro protagonista no participó en aquella bacanal temeraria y consumista, librándose así del severo castigo impuesto a los descerebrados excursionistas nocturnos.
El pastel se descubrió cuando uno de los pequeños, no se sabe si por afán de venganza al no haber participado en el festín recaudatorio, tuvo la feliz idea de acudir donde las maestras y hacerles un pormenorizado relato de los hechos.
Un fuerte golpe procedente del baño, situado a la derecha de la escalera por la que había bajado, lo despertó bruscamente de sus felices ensoñaciones.
Saltó de la litera y, cámara en ristre, avanzó hacia el cuarto de aseo.
Se trataba de un recinto de unos 15 metros cuadrados, con una decena de lavabos adosados a dos de las paredes, cada uno con su espejo correspondiente, tres duchas y tres wáteres en las dos restantes. Constaba de una ventana que se abría hacia el Este y otra, más pequeña, orientada al Norte. La primera ventana era de las pocas que tenía todos sus cristales intactos a pesar de hallarse a dos metros escasos del suelo exterior.
José Villamañe hizo una foto con mano temblorosa. Los espejos lo ponían nervioso. ¿Qué se refleja en ellos cuando nadie los mira? Había leído la frase en algún sitio y le había parecido algo tonta pero ahora lo inquietaba. Aun así, decidió grabarse a sí mismo reflejado en uno de los espejos. Entonces recordó que había acudido hasta allí porque había oído un golpe. Es curioso, pero hace un momento lo había olvidado.
Miró a su alrededor y no encontró nada que pudiera haberlo provocado. A menos que…un momento…
…Abrió la puerta de una de las duchas, situadas tras la mampara central de separación. La boquilla se había desprendido y yacía en el suelo. El cordón de sujeción, anclado a la pared, aun oscilaba levemente.
De repente, José Villamañe sintió un frío intenso. En aquella ducha, hacía más de medio siglo, había recibido su bautismo de hielo.
Recién llegado del pueblo, en su primer día en la Escuela Hogar, se topó con sor Carmen, una monja alta y bastante bruta, que, sin darle tiempo a deshacer el equipaje, lo había desnudado y colocado bajo el chorro gélido. Trató desesperadamente de apartarse pero la servidora de Cristo lo sujetaba con mano de hierro. Creyó que se moría allí mismo. No había podido olvidar la traumática experiencia. Se estremeció de nuevo y cerró la puerta de la ducha. 
Se disponía a abandonar el cuarto de aseo cuando captó un leve movimiento dentro de uno de los espejos. Se aproximó con la respiración contenida.
¿Qué reflejan los espejos cuando nadie los mira?
Algo pequeño y oscuro se aproximó por su espalda a una velocidad prodigiosa. Resonó un golpe seco y breve, como un golpe de karate.
José Villamañe se giró y descubrió el mirlo agonizante sobre el alféizar de la ventana.
¿Pero qué demonios les ocurría hoy a los pájaros?, pensó mientras contemplaba el segundo kamikaze alado de la mañana. El animal moribundo lo miraba con ojos suplicantes. Abrió la ventana y percibió un fuerte olor a cadáver.
Antes, al mirar desde el ventanal del comedor, había contado mal. Allí fuera había tres animales. El caballo y el cabrito, amarrados al cerezo y medio muertos de hambre y sed, y un enorme gato negro, muerto del todo, ahorcado en una de las ramas altas.
Allí fuera, en algún sitio, había gente muy mala. Temblando de asco e indignación, recogió el mirlo estrellado y cerró la ventana. Lo depositó cuidadosamente en el cuenco del lavabo, sobre un nido de pañuelos de papel, y fue a recoger la funda que, una vez más, se había dejado olvidada, sobre la cama de su infancia.
Allí estaba, exactamente donde la había depositado, esta vez no hubo sorpresas. Vaya, menos mal, respiró aliviado y también en parte decepcionado. Miró el reloj y se sorprendió del tiempo transcurrido. Llevaba casi tres horas allí dentro. Si hubiera tenido que calcularlo, hubiera dicho que hora y media, dos como mucho. Y ni siquiera había comido. Las tripas protestaron y se acordó de la fila matutina para el rezo del santo rosario. Decidió que ya iba siendo hora de irse. Por hoy, ya había estado bien.
Antes de ascender la escalera, echó un último y fugaz vistazo al cuarto de los baños. El alma se le cayó a los pies. El cuerpo del mirlo yacía tirado en el suelo, en medio del cuarto, bajo la mampara, inmóvil y yerto. El minúsculo bulto azabache destacaba vivamente sobre las pálidas baldosas.
Desde el tramo superior de la escalera, que quedaba oculto a su vista, descendió un sonido de risitas sofocadas y pasos apresurados. Risas agudas y pasos cortos. Ruidos infantiles.
Su corazón se detuvo, saltó y emprendió veloz galope. Se le erizó el vello de los antebrazos, sintió que le faltaba el aire y la boca repentinamente seca. Ascendió un par de escalones y aguzó el oído, escuchando.
Las chicharras seguían cantando, parloteaban los gorriones y el viento gemía en los aleros y a través de los cristales rotos. Aparte de eso, no oyó nada más. Ningún ruido raro ni fuera de lo corriente.
Sin duda, su exacerbada imaginación auditiva le había jugado una mala pasada. Continuó subiendo la escalera con la cámara en posición de REC. Su mano derecha temblaba y tuvo que sujetarla con las dos. Regresó sin mayor novedad al pasillo angular y probó de nuevo con la puerta de la sala de estudio. Tal como esperaba, se abrió sin dificultad.
Dentro, todo estaba, prácticamente, como él lo recordaba. Las mesas de estudio, unas tres docenas, cubiertas con una especie de formica verde, se agrupaban en dos dobles filas a izquierda y derecha, a ambos lados de un amplio pasillo central. Al fondo, delante del ventanal que daba al campo de juego, se hallaba la mesa de la maestra. Desde las oscuras paredes, lo contemplaban un crucifijo de escayola de respetable tamaño y los retratos del Rey y Francisco Franco, custodiando cada uno los mensajes enmarcados de su despedida y toma de posesión, respectivamente.
José Villamañe se acercó a leerlos. En la habitación había poca luz por culpa de la hiedra y las zarzas exploradoras que, cual ladrones furtivos, aprovechaban las grietas del ventanal para penetrar en el interior. Los más osados habían logrado introducirse más de un metro y colgaban flácidos y fantasmales.
Ambos discursos habían sido utilizados por las maestras como castigos constructivos y muchos internos, especialmente los niños, más díscolos y rebeldes, habían tenido que aprendérselos de memoria. Recordó que el de Juan Carlos era el más temido, bastante más largo y con la letra más pequeña. Lógico, pensó; Franco se encontraba al límite de sus fuerzas, rota y débil la voz aflautada, y después de 4 décadas poco le quedaba por decir. Cual Don Quijote de bolsillo, José recordaba la primera frase: “Españoles, al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo y comparecer ante su inapelable Juicio, pido a Dios…”
Avanzó hacia el balcón y tiró de las pesadas contraventanas. Las zarzas se resistieron mordiéndole  los brazos. Apoyado en la oxidada baranda de hierro contempló el campo de juegos. Aquí la maleza había crecido mucho más que en el patio de la entrada. Una densa y alborotada alfombra de silvas cubría por completo el terreno de juego, ocultaba los muros y trepaba por el centenario nogal aferrándose a sus ramas escuálidas y enfermas. Los hierros herrumbrosos de la canasta y las porterías volcadas sobresalían en ambos extremos como extrañas osamentas desenterradas y olvidadas.
Por primera vez en todo el nostálgico recorrido, se le humedecieron los ojos. Los estragos causados por el inexorable paso del tiempo eran aquí mucho más evidentes. El lúdico recinto se encontraba en un estado desolador, absolutamente irreconocible.
Nada quedaba a la vista de la dura superficie de tierra donde, en las mañanas de los sábados, habían disputado maratonianos partidos de fútbol.
Después de dos horas jugando sin interrupción, sobre el rectángulo de 40 por 15, los resultados eran tan abultados que más que de balompié parecían propios de balonmano y algunos, incluso, de baloncesto. En una ocasión, después de terminar, como siempre, sudando a mares, bebió agua fría en el grifo del patio, bajo los soportales, y se quedó mudo. Durante una larga y angustiosa semana, J.V. utilizó un lenguaje peculiar, a medio camino entre traductora para sordomudos y el hombre que susurraba a los caballos. 
Los domingos a última hora de la tarde, al regreso del habitual paseo hasta la estación del tren donde merendaban pan con chocolate La Cibeles, onzas negras y robustas, solían disputar un partido de fútbol en el que participaban todos, niños y niñas. Competían entre 30 y 40 por equipo con un balón blanco y más duro que un bloque de hormigón. No solían verse muchos desmarques ni balones centrados por alto y nadie tenía muy claro cuál era su equipo. Mientras en los partidos matutinos de los sábados se hinchaba a marcar goles, en los vespertinos dominicales se consideraba afortunado si conseguía contactar un par de veces con aquella especie de bola pintada de león de las Cortes.
El viento seguía soplando con fuerza y las nubes de la anunciada borrasca atlántica comenzaban a desfilar apresuradamente.
Hizo un par de fotos con mano insegura y ánimo decaído. Luego, se retiró del balcón y se sentó en la mesa de la maestra. Respiró hondo y cerró los ojos. 
“Basilio baila boleros y bebe vino de la bota”
“Azucena zurce zapatillas entre las zarzas”
Las inspiradas frases caligráficas irrumpieron con la fuerza de un brioso e indómito corcel. Las letras, grandes y redondas, se perfilaron nítidas, confinadas entre los pautados raíles como un tren enrevesado e infinito. A veces descarrilaba, claro, y se derramaba la regia sangre azul. Bic naranja, Bic cristal, el fino y el normal…
José comenzó a oler a tinta fresca. Abrió los ojos de golpe, esperando ver el fino cuadernillo verde, allí todo era verde, abierto delante de él.
No había nada, por supuesto, sobre la superficie de la mesa, excepto un estilizado ciempiés, sin duda extrañado por tener compañía, que había comenzado a cruzar parsimoniosamente de derecha a izquierda.
Los viernes por la tarde, la mayoría de los niños se marchaban a sus casas. Unos 10 o 15, dependiendo de la semana, se quedaban porque residían lejos, en aquel tiempo todo quedaba lejos. Recorrer 50 o 60 km. era como atravesar el océano. Los padres, labradores, no podían permitirse el lujo de gastar el dinero en taxis. De tal forma, que solo regresaban al hogar paterno en las fechas de vacaciones. José Villamañe era uno de los que se quedaban.
La tarde de los viernes, indefectiblemente, debían escribir una carta a sus padres. Todas, al menos las que él escribía, comenzaban de la misma forma:
          “Queridos padres: Deseando que al recibo de la presente os encontréis bien de salud, yo bien, a Dios gracias, paso a contaros lo que me ha ocurrido esta semana…”
Y terminaban de manera idéntica:
“Y por hoy ya no tengo más que contaros. Deseando veros pronto, se despide vuestro hijo que os quiere y os echa mucho de menos…”
La fecha arriba, la firma abajo, tras los besos y el abrazo, y aquí paz y después gloria. Obligatoriamente, había que escribir una página entera del cuaderno. Ningún problema. Se usa letra caligráfica, grande y estirada como un rico terrateniente, y se rellena con cuatro banalidades cotidianas el angosto espacio sobrante entre los floridos y prolijos párrafos de la presentación y despedida. Claro, pensó José, ¿Qué ibas a poner? Casi nunca les ocurría nada interesante. Las cartas de los viernes, redactadas en esta sala cuando las zarzas invasoras ni siquiera asomaban en la tierra, eran una especie de crónica, rutinaria y aburrida.
Exhaló un hastiado suspiro, se levantó y se dirigió hacia el armario empotrado. Consiguió abrirlo tras denodados esfuerzos, que fueron sobradamente recompensados con el descubrimiento de 4 baldas repletas a rebosar y combadas por el peso de dos centenares de libros y seis décadas soportándolos.
Allí estaban los inmortales Tintín y Astérix, El Jabato y El Capitán Trueno, Julio Verne, Stevenson, Salgari,  Los 3 Investigadores, Enid Blyton con los 5 y  los 7 secretos, Andersen…y un surtido repertorio de los cuentos clásicos infantiles, encuadernados en tapa dura de gran tamaño, con letras descomunales y soberbias ilustraciones ricamente coloreadas.
Con ademán solemne y reverencial, deslizó los dedos sobre los tomos gastados y polvorientos. Extrajo uno al azar, resultó ser “Tintín y el templo del Sol”, lo abrió por el centro y enterró su rostro entre las páginas amarillentas, dejándose embriagar por el añejo perfume, el aroma sutil y evocador del papel viejo, largamente recluido tras los desvaídos barrotes negros.
Decidió llevárselo de recuerdo, nadie lo echaría de menos. Hablaría con el cura para negociar la compra del resto. Sin moverlos de allí, por supuesto, de su Hogar, de su Escuela. Podría venir a verlos de vez en cuando y charlar de los viejos tiempos.
Fotografió los discursos enmarcados y grabó un lento barrido de las mesas, la pizarra y los libros del armario. Después salió al pasillo con el Tintín bajo el brazo.
El ulular de una sirena cercana silenció momentáneamente el concierto de los gorriones y las chicharras. El reloj del campanario de la iglesia dio dos  campanadas. Una madre llamaba a su hijo a la mesa. Más lejos, hacia las colinas del Este, ladró un perro. Su aullido, prolongado y lastimero, resultó inquietante y descorazonador.
José Villamañe entró en la capilla. Sería su última visita por hoy. Ascendió por la escalera de madera hasta el corredor superior. Los cansados peldaños crujieron, como quejándose. Le recordaron el aullido del perro. Apoyado en la baranda, se recreó admirando el hermoso retablo rococó, artísticamente trabajado con arabescos y filigranas de fantasía en tonos dorados y púrpura.
Abajo, sobre el mantel del altar, destacaba la santa custodia del sagrario, como una casita de chocolate tocada por los dedos prodigiosos del rey Midas. Arriba del todo, cerca de las oscuras vigas del techo, se divisa el ángel exterminador del Apocalipsis, armado con la espada flamígera y con un atuendo que recuerda la sota de la baraja; lo flanquean sendos querubines de carrillos hinchados por el esfuerzo de soplar la larga trompeta. Preside el retablo una Inmaculada Concepción, tipo Murillo, subida sobre la bola del mundo, y, asomando entre sus pies, el cuerno lunar sosteniendo la humillada serpiente. La expresión de rabia y maldad del ofidio de los demonios estaba plasmada con impresionante realismo. El diabólico reptil también había aparecido de vez en cuando, como estrella invitada, en las pesadillas de José Villamañe, haciendo causa común con el monje inquisidor.
A la derecha de la Virgen, hállase un desconocido santo con tonsura, y a la izquierda un tal san Román Nonato, cuyo peculiar apellido siempre le había llamado la atención. Con el tiempo, averiguó que “Nonato” significa “no nacido”, y que  fue extraído del útero materno mediante cesárea después de que su madre falleciese durante el parto. El hombre, tras su accidentado alumbramiento, llevó una vida de provecho y hoy se le venera como el patrono de las matronas y las parturientas.  A ambos lados, sobre dos peanas de madera, custodiando el sagrado monumento, se encuentran las figuras de  San José, con el Niño de la mano, y el Sagrado Corazón de Cristo.
 En sus años de niño ya le había impresionado la magnificencia y majestuosidad del conjunto y contemplándolo ahora hubo de admitir que esa admiración infantil estaba más que justificada. La desidia del arzobispado ya no tenía nombre permitiendo la lenta ruina de aquel tesoro religioso y artístico. Cómo si un padre, con alimentos de sobra,  contemplara la lenta muerte de su hijo por desnutrición y no hiciera nada por evitarlo.
En las paredes desconchadas quedaban media docena de pequeños cuadros representando las estaciones de la Pasión. El resto, yacían tiradas por el suelo, algunas en varios pedazos.  Se sentó en un banco desvencijado y murmuró una oración.
Al salir, se acercó a la pila de agua bendita. Increíblemente, dentro había restos del líquido. Sobresaliendo del charquito pestilente, descubrió un indefinible bulto gris. Recogió del suelo una astilla desprendida del banco y hurgó en el interior. La puntiaguda cabeza de un ratón de campo, mus musculus, lo miró, insolente, con sus muertos ojillos negros mientras rechinaba silenciosamente los afilados dientes.
Dejó caer la astilla y se retiró bruscamente con un gesto de instintiva repugnancia. Bueno, discurrió mientras salía, al menos el simpático roedor falleció bendito del todo.
Al retornar al pasillo, se sorprendió del silencio reinante. Las chicharras y los gorriones habían enmudecido. Se asomó a uno de los ventanales, aquél donde se estrellara el gorrión. En el patio, justo debajo de la ventana, un enorme gato negro devoraba con avidez el cuerpo del pájaro. De repente, el animal dejó de comer, alzó la peluda cabeza y se quedó mirándolo fijamente, con escrutadora y malévola intensidad. De su boca sobresalían varias plumas ensangrentadas y restos de vísceras.
El orondo felino lucía un hermoso pelaje leonado, enteramente del color del carbón excepto por una señal, pálida e indefinible, que recorría su garganta y que recordaba….
José, dudando si soñaba o estaba despierto, recorrió el pasillo cual potro desbocado, raudo atravesó el comedor y se asomó a la ventana.
Allí continuaban el caballo y el cabrito, amarrados al cerezo.  Ambos alzaron sus cabezas y lo saludaron, sucesivamente, con un lastimero relincho y un desmayado balido.
En cambio, el gato negro ajusticiado permaneció mudo por completo. Entre el enjambre de moscas y avispas, su cuerpo se balanceaba suavemente acunado por el cálido viento del Sur.
Se echó a reír al tiempo que gesticulaba violentamente. Un observador imparcial pensaría que había enloquecido de repente. Pues claro que el gato seguía allí. ¿Dónde iba a ir en tal lamentable estado? Eso le pasaba por leer a Poe. Como si los gatos linchados, cual cuatreros ladrones de ganado en el salvaje oeste, se descolgaran alegremente para merendar gorriones estrellados contra los cristales.
Tomó una foto del cerezo y sus tres peculiares inquilinos y cerró la ventana. En ese momento, recordó algo. Regresó al comedor, allí donde descubriera la pizarra magnética.

          ¿ Q  U  I  E  N  E  S          S  O  I  S ?

La pregunta permanecía intacta donde él la construyera. Nadie había respondido.
Menos mal, se dijo, pero bueno, ¿qué esperabas? ¿Qué los fantasmas dialogaran alegremente contigo? Meneó desdeñosamente la cabeza y rio de nuevo. Luego hizo una última foto y se largó a toda prisa.
En el pasillo se aseguró de que los seis ventanales quedaban firmemente atrancados. Se disponía a salir, cuando reparó en que el cuadro que había enderechado estaba otra vez torcido, incluso más que antes. Se encogió de hombros, ya estaba vacunado contra los sustos, y volvió a colocarlo correctamente.
Entonces, se le ocurrió que, además del álbum de Tintín, debería llevarse algún recuerdo material más de aquella jornada inolvidable. Así que, ni corto ni perezoso, descolgó el cuadro con la fotografía de Castropol, salió con su preciado doble botín a  la escalera de entrada y cerró la puerta.
De nuevo en el patio y antes de salir a la calle, tiró las últimas fotos y grabó los últimos minutos de vídeo, como un rito postrero  de conclusión y despedida.
El ojo de la cámara Sony reptó lentamente por entre las zarzas y la hiedra, alcanzó las columnas de piedra y comenzó a trepar por ellas al encuentro de los ventanales. Unos extraños reflejos procedentes de la ventana del medio le llamaron la atención. Activó el zoom para acercar la imagen.
Un día, José Villamañe había agarrado el cable de un pastor eléctrico con las manos mojadas. La poderosa descarga convulsionó hasta la última fibra de su cuerpo y casi lo derriba sobre el campo. Así se sintió ahora. Como si un ogro gigante lo golpeara con un descomunal mazo. Esta vez, el grito salió a flote. El objetivo de la cámara se desvió bruscamente enfocando el tejado.
Cuando al fin consiguió recuperar el encuadre del ventanal, ya había desaparecido la perturbadora imagen, si es que alguna vez estuvo allí.
Sólo habían sido un par de segundos pero, aunque alcance la longevidad de Matusalén, el maestro jubilado jamás podrá olvidar las dos caritas infantiles pegadas contra los cristales.
Se trataba de un niño y una niña, seguramente hermanos, la similitud de sus rasgos macilentos era muy grande. No tendrían más de 7 años.
Pálido y tembloroso, se sentó y cerró los ojos. La fugaz visión se había grabado a fuego en su retina.
Las naricillas chatas y los pequeños labios remedando un beso imposible, aplastados contra el vidrio frío, y en sus ojos, muy abiertos, toda la pena y el desamparo del mundo, como un prolongado grito de horror, mudo e infinito.
José Villamañe abrió los suyos y su mirada extraviada vagó errabunda a su alrededor.
El reloj de sol se había parado. Las nubes grises que llegaban en tropel habían bloqueado sus engranajes. El rollizo gato negro había finalizado su festín y se había subido al tejado. Desde allí vigilaba atentamente a los gorriones, que alborotaban sobre el alero y el culmen del tejado de enfrente. Los grillos y las chicharras seguían cantando pero con menos fuerza, como si lo hicieran más por obligación que por placer.
Volvió a escrutar los ventanales. No había nada que no debiera estar allí.
Al fin, consiguió salir del estado de shock y se levantó de un brinco, como picado por un escorpión. Salió a trompicones y trató de cerrar la puerta. Tuvo que desistir. La llave entraba con cierta dificultad y su mano aun temblaba.
Se subió al coche y arrancó el motor. Se olvidaba algo. Regresó al patio y recogió el libro y el cuadro. Se sintió observado. No se atrevió a mirar los ventanales. Pero ya se había tranquilizado algo y  consiguió cerrar la puerta. 
De nuevo dentro del vehículo, miró rápidamente los retrovisores. ¿Qué reflejan los espejos cuando nadie los mira…?
Oyó un ruido siseante procedente del asiento de atrás. Sufrió otro violento sobresalto. El coche se caló al soltar el embrague de golpe. El sonido sibilino se repitió de nuevo. Masculló una maldición, al tiempo que se palmeaba la frente y se desplomaba sobre el asiento, soltando el aire retenido.
A continuación, descendió del auto, abrió la puerta de atrás y de un zarpazo rabioso apresó el teléfono móvil que seguía sonando con el timbre en modo vibración.
Arrancó de nuevo y volvió a inspeccionar los espejos, ahora con más calma. El del lado derecho se encontraba ligeramente torcido, sólo mostraba la acera y parte de la pared del palacio.
Accionó el botón corrector.
De nuevo el tiempo se paró y el universo se contrajo, concentrándose en el  brillante lateral dorado de su flamante Peugeot 308, recién salido de fábrica.
Mientras su espíritu levitaba de nuevo, surcando la estratosfera, el cuerpo mortal de José Villamañe, funcionando con el piloto automático, descendió del coche, armado con la cámara, y se puso a grabar el singular descubrimiento.
Visualizó la pizarra magnética, del tamaño de una pantalla de cine.
 
…..O  L  A…………….¿Q U I E N E S    S O I S ?..........................

Allí estaba la respuesta. Había encontrado las letras desaparecidas.

U  E  R  F  A  N  O  S            H  A  D  I  O  S              B  U  E  L  B  E

La declaración de una nebulosa y dolorosa identidad, una despedida y una súplica…
Mientras conducía de regreso a casa, con la cabeza exaltada y el corazón encogido, José Villamañe miró la cámara Sony que reposaba en el asiento del copiloto, con un centenar de fotos y dos horas de vídeo. Se preguntó si algún día reuniría el valor suficiente para ver las imágenes y los fotogramas allí almacenados.
Sea como fuere, se prometió a si mismo que volvería. Lo repitió en voz alta, dirigiéndose a los pequeños inquilinos que lo habían mirado desde el ventanal. Nunca es demasiado tarde para que unos pobres huérfanos tengan compañía y reciban consuelo y, ya de paso, algunas lecciones de ortografía.
Dejaría transcurrir un periodo prudencial y, más adelante, de nuevo, regresaría al pasado, al encuentro de los viejos tiempos y sus errantes moradores.

                                        FIN














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