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viernes, 20 de abril de 2018

ESPANTAPÁJAROS




                                          ESPANTAPÁJAROS

Lawrence McQueen, más conocido como “Larry, el Flaco”, nunca hubiera esperado encontrar una gasolinera en aquel remoto paraje, a decenas de millas de cualquier vestigio de civilización.
A juzgar por la maleza más que incipiente de su parte frontal y los letreros desvaídos, diríase que la vetusta instalación había plantado allí sus reales unas cuantas décadas atrás.
 Larry, “el Flaco”, jamás hubiera sospechado, además, que hallaría una persona al cargo de aquel negocio, ruinoso a todas luces, esperando con infinita paciencia a que alguien se extraviara en ese rincón de Texas dejado de la mano de Dios.
Aunque, eso de persona o ser humano era relativo. El tipo que acudió al encuentro de Larry y su Range Rover, recordaba más bien a un singular espantapájaros.
Lucía una increíble mata de pelo rojo que parecía haber sido el escenario reciente de una encarnizada pelea de gatos. Emergía ésta como una cascada alborotada por debajo de las alas de un aparatoso sombrero de paja que a duras penas lograba cubrir el cráter de aquella especie de volcán desmelenado. Una gruesa camisa de franela, amarrada en la cintura a la manera de un fraile, caía sobre un viejísimo pantalón de pana a media pantorrilla.
—¿Llenamos el tanque, caballero?
Larry respingó. Se sorprendió de que el espantapájaros supiera hablar.
—¿Qué?—titubeó, desconcertado.
Luego, se echó a reír al reparar en lo absurdo de la situación. El empleado pelirrojo se quedó mirándolo con expresión malhumorada.
—¿Qué demonios le hace tanta gracia, amigo? —sus ojos refulgieron bajo las tupidas cejas, a juego con la espesa pelambrera—. Si me lo cuenta, a lo mejor nos podemos reír juntos—añadió, mientras permanecía muy quieto.
—Perdone, no pretendía ofenderlo—se apresuró a replicar un acongojado Lawrence—. Es que usted me ha recordado a un amigo mío, muy gracioso.
Desde luego, improvisar nunca había sido el fuerte de Larry. Sin embargo, el sorprendente pelirrojo pareció aceptar de buen grado su peregrina declaración. Su rostro de duende iracundo mutó en payaso bueno mientras procedía a llenar el depósito.
Cuando Larry extrajo la cartera, el espantapájaros volvió a sorprenderle.
—Guarde eso, por favor, invita la casa.
Larry trató de insistir, pero el empleado se mantuvo firme.
—He dicho que no—su tono de voz no admitía réplica—¿Acaso le sobra el dinero, amigo? 
Larry desistió en su afán, le dio las gracias y se despidió.
—Oiga, oiga, no tan deprisa, no tan deprisa—el pelirrojo se interpuso en su camino—. No quiero su dinero, pero sí necesito que me haga un pequeño favor.
El extraño individuo se tocó su llamativo sombrero de paja.
—¿No tendrá por ahí un trozo de lana roja para sujetar mi sombrero? Es que se me cae todo el tiempo, ¿sabe?; y eso es muy molesto, amigo, eso es terriblemente molesto.
—¿Lana roja, dice? —consiguió articular Larry—. Pues no, lo siento. No la tengo, ni roja ni de otro color…
—Necesito lana, lana roja,—recalcó impaciente—y la necesito ahora—. Remató, al tiempo que agarraba, furioso, el sombrero con ambas manos tratando, en vano, de encasquetarlo mejor.
A Larry le recordó un niño caprichoso en plena rabieta.
Rápidamente, se introdujo en el coche, arrancó y se dispuso a largarse de allí cagando leches. Aquel tipo estaba peor que una regadera.
El espantapájaros, moviéndose a una velocidad prodigiosa, ocupó el lugar del copiloto.
Antes de que Larry atinara a reaccionar, el hombre se quitó el sombrero con gesto solemne y lo sujetó contra su pecho. En su cara de duendecillo gruñón se dibujó de pronto una mueca de absoluta tristeza. Luego, le habló a Larry por última vez, y su voz sonó profundamente abatida, al tiempo que el rictus desolado se acentuaba en su rostro sombrío.
—Tenga cuidado con el hilo rojo, amigo. Es la señal de la muerte.
Cerca de media hora y unos 40 km. después, circulando de nuevo por la autopista, de regreso al mundo civilizado, Larry reparó en que el extraordinario personaje había olvidado su sombrero. Si no fuera por aquel contundente detalle, habría jurado que acababa de despertar de una perturbadora pesadilla.
En ese momento sonó el móvil conectado al GPS.
—Larry, por fin, ¿dónde estabas? —la voz de su esposa Mary sonaba levemente irritada—. Llevo llamándote toda la mañana.
—Me perdí, nena. Tomé una ruta equivocada. Pero ya estoy en el buen camino, a pocos km. de casa.
—Tommy actúa hoy en el Festival del cole, dentro de una hora escasa. He tenido que salir a la carrera a comprarle una cosa para su disfraz. Así, de repente, se le ocurrió que le hacía mucha falta. Bueno, adiós amor, tengo muchas ganas de verte—. Mary se despidió con un sonoro beso.
—Adiós, preciosa, tantas como yo a ti. Y el beso, mejor en vivo—. Remató Larry, añorando los carnosos labios de su esposa.
Luego se esforzó, sin éxito, en recordar la obra de teatro que debía representar su hijo
Unos 10 minutos más tarde, enfilaba la larga avenida que conducía a su hogar. A lo lejos, a la altura de su chalet, divisó un corrillo de gente ocupando el paso de cebra que permitía cruzar hasta la mercería de enfrente.
Segundos después, se encontraba contemplando el cuerpo inmóvil de su esposa que yacía sobre el asfalto, víctima de un brutal atropello.
Sonámbulo, reparó en la bolsa de la mercería que aún aferraba la mano inerte de Mary. Entre las finas asas, asomaba una gruesa madeja de lana roja.
En ese momento se hizo la luz en el cerebro de Larry.
La obra de Tommy era “El Mago de Oz” … y también supo con absoluta certeza cuál de los tres personajes masculinos tenía que interpretar su hijo.
En sus oídos resonó una voz, aterradoramente familiar.
“Puede apostar lo que quiera a que el sombrero se le va a caer. Y eso es molesto, amigo, eso es terriblemente molesto.”
Después, la luz se apagó y todo fue negrura.

                                                  









martes, 17 de abril de 2018

NOCHE DE DIFUNTOS EN CASTROPOL



                      NOCHE DE DIFUNTOS EN CASTROPOL


       CAPÍTULO I: NOCHE DE VELADA EN EL BAR ANTÓN.

Mi nombre es John McKane y ésta es mi historia. En pleno uso de mis facultades mentales, paso a relatarles los inquietantes acontecimientos que me tocó vivir la última Noche de Difuntos, hace hoy exactamente un año.
Soy escocés de nacimiento y asturiano de adopción. He trabajado como médico forense durante unos veinte años hasta que un desgraciado accidente forzó mi prematura jubilación. Viajé por el mundo para matar el tiempo y levantar el ánimo. Un buen día arribé a Castropol y me encontré como en casa. El olor del aire cargado de salitre, las gaviotas chillando entre la niebla, las olas que rompen contra los acantilados...todo me resultaba entrañablemente familiar. Largas jornadas vagando sin rumbo y al fin retornaba al hogar. Aquí me conocen como Johnny, "El Escocés".
Compré una casa en la zona que llaman “La Mirandilla". Se trata de una pequeña vivienda de dos plantas que años atrás albergó el bar "El Peñón", cuyo nombre evocaba el promontorio rocoso sobre el que se asienta, un balcón sobre el mar columpiándose al borde del abismo.
Todo ocurrió, como digo, la Noche de Difuntos. A eso de las once me encontraba en el bar Antón cumpliendo con la rutina, bendita rutina, de casi todas las noches en los diez años que llevo viviendo en Castropol. Sentados a la mesa me acompañaban mis habituales compañeros de velada. Enfrente de mí hallábase Miguel, maestro jubilado, hombre culto de tez rubicunda y hablar pausado, que gusta de pronunciar sentencias breves y juiciosas. A su diestra encontramos a Arsenio, el viejo lanchero de la ría. En su rostro de pergamino se dibujan mil arrugas como renglones, donde la brisa salobre de la ría del Eo ha ido escribiendo el azaroso diario de un oficio y una vida sobre el agua. En el lado opuesto tenemos a Arturo, su sempiterno compañero de tute. Arturo es albañil de obras pequeñas. Sobrevive haciendo pequeñas chapuzas aquí y allá, y además posee el prestigioso título de " Enterrador oficial del Pueblo"; esto es, mantiene limpio el cementerio y sella con ladrillos y cemento la última morada de los difuntos. Su ingrato oficio encaja muy bien, como más adelante se verá, en el argumento de mi sorprendente historia.
A estas alturas de la noche quedaban en el bar una media docena de parroquianos que, arengados por el atronador vozarrón del barman, celebraban enfervorizados la apabullante victoria del Real Madrid en un partido de la Champion. Por nuestra parte, mis tres colegas y yo habíamos finalizado nuestra acostumbrada partida de cartas y entre sorbo y sorbo de JB, la tierra siempre tira, debatíamos, como siempre, sobre todo lo humano y lo divino. Inevitablemente, dada la hora y la fecha en que nos encontrábamos, dejamos de hablar de los vivos y pasamos a ocuparnos de los muertos. En un momento determinado, Miguel interpeló a Arturo, medio en serio, medio en broma, sobre las probables experiencias sobrenaturales a las que por su oficio estaría abocado, y el ilustre peón le replicó con un parco discurso estructurado en torno a dos ideas clave: cuando fallecemos se termina todo y los muertos nunca han hecho daño a nadie; es a los vivos a quienes hay que temer. El profesor jubilado argumentó entonces que no se pueden lanzar afirmaciones tan categóricas, a tenor de las múltiples experiencias inexplicables relatadas por individuos de muy diverso linaje y condición; luego citó a Shakespeare y su famoso " hay más cosas en la Tierra..." y, finalmente, terminó revelándonos un caso de experiencia extracorpórea que, según dijo, le había ocurrido a un conocido suyo, el cual había sufrido varios paros cardíacos en el transcurso de una delicada operación quirúrgica, y en ese trance había sentido como si se elevara hasta el cielo raso de la habitación del quirófano, y desde allí se había visto a sí mismo tumbado en la camilla.
Llegados a este punto, consideré mi deber intervenir, a fin de que la racionalidad científica y el sentido común prevalecieran contra toda aquella parafernalia paranormal y sobrenatural, avalado por el íntimo y profundo trato con los muertos que mi antigua profesión me había proporcionado a lo largo de dos décadas largas. Así que, tras rebatir con sólidos y muy cartesianos argumentos las fantásticas teorías de mi amigo Miguel, me permití comentar en tono jocoso que todas estas historias de muertos y aparecidos les venían muy bien a los fabricantes de disfraces y velas, así como a los cultivadores de flores y calabazas, aludiendo a las fechas en que nos hallábamos. Critiqué acaloradamente esa horterada anglosajona de Halloween y, entre otros lugares comunes de estos terrores de feria, mencioné también la Santa Compañía, Güestia o Santa Compaña, como se les dice por estas tierras del Occidente. Fue mencionar esta antigua superstición de la mitología popular y rural y provocar la airada y apasionada intervención de un Arsenio que hasta entonces no había participado en el debate. El viejo marino alzó la mano con un gesto perentorio y reprobó duramente mis humorísticos comentarios, alegando que en ningún caso se podía comparar ese circo infantil de Halloween con la Santa Compaña, que era una cosa muy antigua, muy seria y muy real. Arturo, el incrédulo albañil, preguntó qué era eso de la Santa Compaña, que nunca había oído hablar de tal cosa. Arsenio lo miró como si fuera un bicho raro, comentó que era increíble el grado de ignorancia de algunas personas y, con mucho gusto, lo puso al corriente del tema. Así que, muy a mi pesar, no me quedó más remedio que escuchar la lección magistral del viejo lanchero.

      
                  
                     CAPÍTULO II: LA SANTA COMPAÑA.

A grandes rasgos, explicó que la Santa Compaña era una procesión de ánimas en pena que no podían descansar en paz. Los desgraciados espíritus visten una especie de sábanas o túnicas de talla superior y deambulan por los caminos alumbrándose con tibias humanas a modo de antorchas, haciendo sonar una campanilla, arrastrando pesadas cadenas y profiriendo horribles lamentos; en fin, toda la escenografía necesaria para que no quepa la más mínima duda de que están sufriendo un penoso tormento. Peregrinan en busca de otras almas descarriadas para incorporarlas al espeluznante cortejo. La Santa Compañía suele desfilar durante todo el año, sobre todo por la noche, pero es en la Noche de Difuntos cuando su actividad aumenta frenéticamente, multiplicándose sus apariciones y, con ellas, los espantados testimonios de las personas que alguna vez se toparon con la escalofriante comitiva y su famoso grito de guerra: " Andad de día, que la noche es mía".
Así nos lo contó el bueno de Arsenio y, mientras lo hacía, a mí me pareció que nuevas arrugas nacían en su apergaminado rostro. Por mi parte, reprimí la tentación de soltar algún comentario sarcástico. Su rictus de extrema seriedad y el fervor de su discurso me indicaron que el viejo lobo de ría se creía a pies juntillas todas las fantasías que acababa de largarnos. Únicamente le pregunté por alguno de los espantados testimonios que había mencionado y entonces se resolvió el misterio de su fe en la Santa Compaña. Al parecer, su propio abuelo había presenciado el desfile de la esperpéntica romería. En una noche como hoy, hacía más de 90 años, paseaba el hombre por el camino del cementerio - que ya son ganas de provocar, digo yo - y vio como la Güestia salía del camposanto, atravesaba la verja de la puerta, sin abrirla, y pasaba a su lado en dirección al pueblo. Petrificado, incapaz de moverse, el abuelo de nuestro amigo asistió a paso de la funesta comparsa. Arsenio remató la historia explicando cómo su antepasado se la había revelado unos años más tarde, también una Noche de Difuntos, y aún recuerda perfectamente su voz entrecortada, el temblor de sus manos y el vello erizado de sus antebrazos.
Miguel completó la exhaustiva información mitológica aportando algunos datos más. Por lo visto la visión de la Santa Compaña se considera un malísimo presagio porque anuncia la muerte de quien la contempla, al año siguiente. Si algún día, o mejor alguna noche, tenemos la infausta fortuna de encontrarnos con ella, jamás de los jamases debemos aceptar nada que nos ofrezcan, especialmente si se trata de comida, porque automáticamente quedaríamos condenados a vagar en su "agradable" compañía por los siglos de los siglos. Como protección contra sus malignas intenciones, es muy aconsejable dibujar en el suelo un círculo con una cruz y colocarnos sobre él, y también dejar un caldero con agua en la puerta de casa para que los condenados puedan saciar la ardiente sed que los consume.


        
                CAPÍTULO III: UN ENCUENTRO INESPERADO

Después de aquello, nadie dijo nada y la velada tocó a su fin. Era más de medianoche y ya iba siendo hora de regresar a casa, aunque, como era mi caso, nadie esperara en ella. Esa es la más terrible secuela del maldito accidente.
A partir de aquí extremaré, si cabe, el rigor en el relato de la cadena de acontecimientos, procurando no saltarme ningún eslabón, para que el ocasional lector no pueda acusarme de escamotear datos que pudieran contribuir a arrojar luz sobre los extraños sucesos de esa noche. Así que atentos, porque cada detalle puede ser importante.
Acabábamos de levantarnos de la mesa y, justo en ese preciso instante, comenzó a oírse fuera el ulular de una sirena de policía que parecía aproximarse a donde nos encontrábamos. Arturo comentó que, seguramente, perseguían a algún borracho que se había saltado un STOP. Arsenio, Arturo y Miguel salieron juntos del bar, mientras yo me acercaba a la barra y pagaba las consumiciones. Era lo acordado por haber perdido la partida. Me sorprendí por lo abultado de la cuenta y tuve que soportar las habituales chanzas sobre la legendaria tacañería de los escoceses. Luego, entré en el baño y tardé unos cinco minutos en salir. A estas horas de la noche ya no quedaba nadie más en el bar. Descolgué el abrigo de la percha y me lo puse, así como el sombrero y la bufanda. La sirena de la policía sonaba cada vez más cerca. Parecía encontrarse ya a la altura del Peñamar. Me despedí de Paco y me dispuse a abandonar el local. Si en ese momento hubiera siquiera sospechado lo que me esperaba fuera, jamás hubiera puesto el pie en la calle. Pero, claro, ¿cómo podía saberlo? ...No soy adivino.
Así que abrí la puerta y comencé a caminar por la acera hacia la plaza del Ayuntamiento. La sirena aullaba ahora, ensordecedora, seguramente ascendiendo la calle Vior, y un resplandor de faros iluminó el extremo de la calle Penzol-Lavandera.
Era una noche agradable, templada y apacible. Apenas si soplaba una ligera brisa procedente de la cercana ría. Desde un cielo completamente despejado, la Luna llena iluminaba la calle Marqués de Santa Cruz, por la que paseaba en esos momentos. Había decidido caminar un poco antes de ir a casa, para despejar la cabeza del efecto letal combinado, provocado por el JB y las historias de Arsenio y su bendita Santa Compaña. Pausadamente, contagiado por la profunda calma y el espectral silencio de la noche, recorrí el trecho que va desde el bar La Cuesta, antes bar Gato, hasta la esquina del parque, maldiciendo, como siempre que transitaba por allí, el deplorable bloque de apartamentos que se había llevado por delante buena parte del parque Vicente Loriente, incluyendo varios árboles centenarios.
Lentamente, peldaño a peldaño, ascendí la escalera de piedra y comencé a atravesar el parque. A lo lejos, las luces del Puente de los Santos competían con la Luna para vestir de gala la ría, arrancando mil destellos a su brillante piel de plata. Allí enfrente, más allá del solar desierto que aguarda "próxima construcción", la torre de la iglesia refulgía, descollando en todo su esplendor, como el mástil de un gigantesco velero arrojado a la orilla por la fuerza de algún colosal tsunami. En un banco del parque, a la vera del héroe Villamil, una pareja de adolescentes se besaba apasionadamente. Su ardor juvenil era un canto a la vida en esa Noche de Difuntos. Pasé a su lado y me ignoraron totalmente, como si no estuviera allí.
Me disponía a abandonar el recinto arbolado cuando un enorme mastín, más negro que la noche, se me acercó gruñendo amenazadoramente. Le hablé intentando calmarlo, al tiempo que extendía mi mano en un gesto amistoso. La imponente fiera retrocedió gimiendo lastimosamente y huyó a toda velocidad. Aquel repentino cambio de actitud me sorprendió. Instintivamente, me giré y miré a mi espalda, pero allí no descubrí nada que pudiera haber provocado el extraño comportamiento del animal.

     
           
               CAPÍTULO IV: UN GRITO EN LA NOCHE.

Me encogí de hombros y proseguí mi camino. La noche había refrescado y cada vez me sentía mejor. Mi cabeza se había despejado por completo. Una insólita energía recorría todo mi ser y me permitía desplazarme con extrema ligereza, al tiempo que un vigor inusitado animaba todos mis movimientos. Descendí la amplia escalinata y enfilé la callejuela Amor hasta desembocar en la calle Acevedo. En los edificios circundantes no se atisbaba la más mínima fuente de luz, no se percibía el menor sonido. El silencio comenzó a resultarme opresivo, casi tangible, como una pegajosa y gigantesca telaraña. Acercándome a la Escuela Hogar, tuve la impresión de caminar por el pasillo de un camposanto hacia el panteón del fondo. Sacudí la cabeza con un gesto de fastidio, me detuve, cerré los ojos, respiré hondo y logré, al fin, espantar aquella desagradable aprensión que había atrapado mi espíritu.
Me entretuve un buen rato contemplando el Palacio de Valledor a través de la enrejada ventana verde. La cruda luz de Selene perfilaba los contornos fantasmales del viejo caserón. Sus rayos, implacables y hostiles, se debatían, atrapados, sobre las viejas "louxas", apuñalaban las sombras en los amplios ventanales y se retorcían, culebreando, entre las columnas y la maleza del patio.
De repente, un sonido inquietante sobrecogió el alma de la noche.
La maldita lechuza salió disparada desde el alero, sobre el tejado de la capilla, justo encima del reloj de sol, y se abalanzó contra la ventana donde me hallaba. Ahogué un grito y me eché hacia atrás, pero el ave de mal agüero rectificó el vuelo de forma inverosímil y se alejó volando sobre el tejado en dirección a la mar. Apostado ahora en mitad de la calle, miraba la ventana abierta. Ésta se me antojó una boca monstruosa a través de la cual el vetusto Colegio San José gritaba al mundo su soledad y abandono, implorando ayuda a todos los que alguna vez había cobijado entre sus viejos muros a lo largo del último  siglo.
Con sensación de amarga pesadumbre, continué mi paseo por la reformada calle Acevedo. Aproximándome al primer recodo, repentinamente, unos faros me deslumbraron. Yo caminaba por el medio de la calle y el auto se me echó literalmente encima. Tuve el tiempo justo de arrojarme contra el muro y la visión fugaz de una melena rubia y unos pendientes con forma de sol centelleando en la noche. La chica me dirigió una mirada entre asustada y desconcertada, pero prosiguió su camino sin reducir un ápice la velocidad de su deportivo color sangre.
A partir de aquí aceleré el paso. Ascendí por la nueva senda abierta en el talud a la derecha, raudo crucé el descampado donde se asientan las antiguas Escuelas de EGB, descendí por la calle Vijande y, tras recorrer el túnel bajo las acacias, fui a parar a la carretera general, al lado de la vieja capilla de San Roque. Allí decidí descansar un rato y me recosté contra la verja de la puerta contemplando, también con pesar, el viejo bar de San Roque semiderruido y, más a lo lejos, las casas de San Juan arracimándose en torno a la torre-minarete de la original iglesia.



       CAPÍTULO V: "DALES, SEÑOR, EL DESCANSO ETERNO..."

La noche seguía refrescando y la brisa, ahora más fuerte, azotaba mi rostro mientras caminaba por la carretera que baja hasta el puerto. Al llegar al cruce, me acordé de la historia del abuelo de Arsenio y decidí continuar hasta el muelle. No había andado ni veinte metros cuando sentí un escalofrío que me hizo estremecer y, arrastrado por un impulso irresistible, volví sobre mis pasos y tomé la ruta del cementerio. En ese momento, una nube ocultó la Luna. Aquello me pareció un mal presagio. Justo al llegar junto a la puerta del camposanto, el astro asomó de nuevo haciendo brillar las lápidas. La verja no estaba atrancada. La empujé y se abrió con un agudo chirrido. El sonido espantó un ave blanca que se había refugiado en un eucalipto cercano. En medio de un mortal silencio, caminé entre las tumbas. El aire estaba perfumado por las flores depositadas durante esos días. Ahora parecía que la Luna alumbraba con más intensidad y pude leer sin dificultad las inscripciones en el mármol. Me encontraba en cuclillas, descifrando una leyenda de principios de siglo, cuando me sobresaltó un pequeño ruido procedente de las tumbas situadas al fondo, allí donde las sombras se espesaban. Me acerqué cautelosamente caminando por el pasillo de cemento, entre los setos pulcramente recortados, y descendí los cuatro escalones que separan la explanada superior del pasillo inferior.
Ahora el extraño ruido se oía cada vez más cerca, y procedía, sin duda, del rincón más alejado situado en la pared opuesta. Me planté delante de los nichos que allí se levantaban y escuché atentamente. Sonaba como un rascar de uñas contra la piedra, como si algo o alguien intentara salir de las tumbas. Las estudié de cerca y descubrí una lápida mal ajustada. Tiré de ella y apenas opuso resistencia. Dentro había un saco de arpillera repleto de restos humanos que se movían como si tuvieran vida propia. Lo sacudí y un tropel de enormes ratas huyó en estampida. Volví a colocar la lápida en su sitio, murmuré una oración y abandoné el cementerio rumbo al campo de fútbol de La Paloma. Al final de Vicente Loriente giré a la derecha.
Ante mí se yergue, altiva y desafiante, la histórica capilla del parque. Ostenta, orgullosa, los títulos de edificio más antiguo del pueblo y única superviviente del gran incendio de 1587. "Diego García Moldes, 1461", así reza la leyenda. Desde la noche sin tiempo, talladas sobre el dintel,  tres máscaras me miran fijamente. No hay piedad en sus ojos. Son duros y fríos como la piedra.



CAPÍTULO  VI: EL REGRESO

Bajando por la calle "El Campo", rememoro la última procesión del Corpus y la magna obra de la Asociación "El Pampillo". Año tras año, a principios de junio, trenzando formas de ensueño, sobre la carne negra de asfalto, palpita la piel de pétalos. Sumido en profundas reflexiones, a punto estoy de ser arrollado, delante del portalón de Villa Rosita, por una pandilla de chavales que subían cantando, con unas copas de más. Los increpé duramente, pero continuaron calle arriba sin hacerme el menor caso.
Asciendo, al fin, la última cuesta camino de casa. Apoyado en el panel turístico contemplo la ría. De pie, tras el atril, soy un director de orquesta y una poderosa sinfonía nocturna se despliega ante mí. La calma volvía a ser total. El cielo y el mar centellean entrelazados en una vorágine de luz. El espectáculo era realmente grandioso.
En ese momento, una gigantesca y pálida serpiente surgió por detrás del islote de El Turullón y comenzó a avanzar hacia mí. La procesión de la Santa Compaña se aproximaba, caminado sobre las aguas. Más de un centenar de almas en pena desfilaban, alumbrándose con huesos, y proferían pavorosos lamentos. Pronto, la cabeza de la marcha se situó a unos diez metros de mi posición. Sus túnicas blancas flameaban al viento a pesar de que no soplaba la más mínima brisa, mientras levitaban sobre el barranco de la Mirandilla. El que abría la comitiva me señaló, apuntándome con un dedo que más parecía una garra, y me miró con sus espantosos ojos blancos.
El campanario de la iglesia dio las dos y yo eché a correr como alma que lleva el diablo, o mejor, como alma que el diablo viene a buscar. Como una centella atravesé la plaza del Ayuntamiento y, a la altura de la antigua biblioteca, me di de bruces con un tumulto de gente que parecían rodear a una persona tirada en el suelo. Nadie pareció reparar en mi presencia. Me acerqué al hombre caído y descubrí......mi cuerpo inerte, yaciendo sobre la acera.
A partir de aquí, curiosamente, mis recuerdos se vuelven más confusos y presentan ciertas lagunas. Sé, sin embargo, que en ese momento abrí los ojos y, como por entre una espesa bruma, reconocí varias caras inclinándose sobre mí y oí gritos de alegría que parecían llegar desde muy lejos.
Abreviando, diré que pasé varias semanas en el hospital, recuperándome de las múltiples lesiones y, sobre todo, para comprobar como evolucionaba de la tremenda conmoción cerebral que me había tenido inconsciente durante unas dos horas y, al parecer, con posible parada cardiorrespiratoria, justo después del brutal impacto, de la que por lo visto me había recuperado, sorprendentemente, de manera espontánea. Lógicamente, todo esto lo supe al abandonar el hospital. El bueno de Miguel me lo contó todo. Ahí va un resumen de los hechos.


      
           CAPÍTULO VII (y último): EL PRINCIPIO DEL FIN.

La sirena de la policía, que había comenzado a oír en los instantes previos y continué escuchando mientras salía del bar, pertenecía a dos coches patrulla que venían persiguiendo a un traficante de droga desde más allá del cruce de Barres. Al llegar a Castropol, el narco ascendió por la calle Vior para despistar a la policía. Estos, en principio, continuaron la persecución calle arriba, pero al llegar al cruce de Salas decidieron dividirse y salirle al paso cortándole la retirada. Así que uno de los coches regresó al Peñamar y el otro se dirigió al cruce del cementerio. Por su parte, el delincuente prófugo enfiló la calle Penzol-Lavandera cuando yo rebasaba la esquina de la plaza del Ayuntamiento — recuerdo haber visto un fugaz resplandor de faros y así lo conté en su momento —y me atropelló a la altura de la entrada al parking, arrojándome contra el edificio de la antigua biblioteca. Allí, en una zona de sombra, estuve tirado e inconsciente hasta que un bendito noctámbulo me descubrió por casualidad. Afortunadamente, el infausto narcotraficante fue capturado, finalmente, en la zona del muelle, enfrente del Risón. El resto de la historia ya la conocéis: mi cuerpo yaciendo en la acera y yo paseando a medianoche.
¿Sueño?... ¿Alucinación?... ¿Viaje astral?......Amigo lector, ahora tienes todos los datos, conoces tanto como yo, así que ya puedes extraer tus propias conclusiones. Me preguntarás si he realizado averiguaciones para saber si a esas horas había dos adolescentes besándose en el parque; si existe el mastín negro; si el búho anida sobre el reloj de piedra; si una chica rubia, con un sol en cada oreja, circulaba a gran velocidad por la calle Acevedo; si Arturo había depositado el saco en la tumba; si una alegre pandilla subía gritando de madrugada por la calle El Campo......Pues te diré que no. No investigué nada porque temo conocer la verdad. Prefiero vivir con la duda inquietante y la molesta sospecha antes que debatirme en el tormento de la aterradora certeza, ya que, si todos esos episodios ocurrieron realmente, entonces también fue real, de alguna manera, el séquito de la Santa Compaña desfilando sobre la ría y flotando sobre el barranco de la Mirandilla. Entonces también estuvo ahí, levitando en medio de la nada, aquella garra apuntándome y la ciega mirada de aquellos ojos sin iris. No; si por un momento creyera que esto sucedió, mi cordura estallaría en mil pedazos.
Aquí concluye mi relato. Son las doce de la noche del Día de Difuntos del año 2012. Hace exactamente un año, tal día como hoy, salía del bar Antón y emprendía un paseo a medianoche por las solitarias y tranquilas calles de Castropol.
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—Vaya, parece que llaman a la puerta, ¿Quién demonios será a estas horas?...

FIN





viernes, 13 de abril de 2018

SÉ LO QUE ESTÁS SINTIENDO...




                                                   SPOT                                                 

La pantalla del televisor se fundió en azul marino y las grandes letras blancas, cual veleros fantasmales, se materializaron sobre ella.
                        
                           SÉ LO QUE ESTÁS SINTIENDO
                           EN ESTE PRECISO MOMENTO…

Laura Valdemar, estudiante de quinto de Derecho, sonrió complacida. El gesto acentuó los hoyuelos de sus mejillas y también el brillo esmeralda de sus ojos. Un aleteo de emoción, apenas perceptible, estremeció sus labios. Divertida, meneó la cabeza haciendo ondear su negra melena.
Las letras blancas, cual extrañas gaviotas, levantaron el vuelo y se largaron. Otra bandada, menos numerosa, acudió presta a ocupar su lugar sobre el azul del mar.
                         
                             FALTAN DOS DÍAS…

Laura se encontraba profundamente intrigada. El insólito spot publicitario, si es que al final era eso, venía repitiéndose desde hacía cinco días. Aparecía sólo una vez al día, en varias cadenas a la vez y siempre a la misma hora. Las nueve en punto de la noche. Duraba unos 30 segundos y desaparecía sin hacer ruido, igual que había llegado, tan silencioso y fascinante como una puesta de sol sobre el horizonte marino.
Ninguna sintonía musical, ninguna voz humana, ningún sonido animal perturbaban la absoluta afonía del singular anuncio. El aparato enmudecía de repente, la pantalla se fundía en azul oscuro y hacían su aparición las grandes letras blancas. Emergían de las profundidades, flotaban durante unos segundos y se alejaban volando. Eso era todo.
Algunos telespectadores creían que sus receptores estaban fallando y presionaban repetidamente el botón del volumen, o cambiaban de canal; algunos, incluso, llegaban a apagar el televisor.
En la versión radiofónica una profunda voz varonil declamaba la primera frase, y una cálida voz femenina recitaba la segunda. Y, al principio, en medio y al final, tres fosas de silencio abisal que en la radio se hacían más prolongadas y resultaban más inquietantes.

                               SÉ LO QUE ESTÁS SINTIENDO
                               EN ESTE PRECISO MOMENTO…

Laura Valdemar coleccionaba alejandrinos, esos singulares versos compuestos por 14 sílabas, acentuados en la sexta y la decimotercera, y divididos en dos hemistiquios de 7 sílabas cada uno.
Éste, según la métrica tradicional, constaba de 16 sílabas. Se trataba, pues, de un alejandrino aparente o imperfecto. Esa cualidad fascinó aún más a la futura letrada. A sus ojos, ese exceso silábico aumentaba su valor al igual que ocurría con los sellos o las monedas antiguas, cuando una pequeña tacha los convertía en piezas únicas especialmente codiciadas por los coleccionistas.
Por lo demás, la frase como gancho publicitario era un diamante sabiamente tallado que brillaba con luz propia, como si albergara fuego en su interior. Era un texto con garra, con chispa, capaz de generar expectativas, crear dudas, sembrar inquietudes, alimentar confusiones y esparcir sospechas. Podía ser tan real como fantástico, tan romántico, como aterrador.
Sea como fuere, lo cierto era que había cumplido con creces la función que se le suponía: actuar como reclamo, aguijoneando la natural curiosidad del público, potencial consumidor. En apenas cuatro días se había convertido en el anuncio más popular en mucho tiempo. Todo el mundo hablaba de él. En las tabernas, en las peluquerías, en los ascensores…y hasta en las tertulias de TV era el tema de conversación predilecto. Las redes sociales rebosaban a punto de reventar con la excepcional pesca lograda a base de cientos de fotomontajes y chistes, supuestamente graciosos, alusivos al más virulento brote vírico de los últimos tiempos.
Se lo conocía como “el anuncio marinero”, por los dos colores utilizados en él mismo.
Todos hacían conjeturas sobre su significado, aventurando cuál sería el producto anunciado. La lista de suposiciones tendía a infinito. Que si un coche, que si un viaje, que si un libro, película, reality o serie de TV, que si una novedosa máquina de la verdad, que si un revolucionario medicamento, que si un invento extraordinario…
Laura continuó reflexionando sobre el asunto durante la ducha, y la posterior y frugal cena a base de ensalada y yogur. La dieta mediterránea junto con la práctica habitual de deporte le permitían lucir una esbelta y envidiable figura, que, invariablemente, arrancaba más de una mirada de admiración, más o menos disimulada, entre sus compañeros de la facultad.
Indiferente ante los galantes requiebros, la protagonista de nuestra historia, con 24 años recién cumplidos, y después de dos desengaños amorosos, había decidido aparcar los asuntos sentimentales para volcarse por completo en los estudios. Ésa era la promesa que les había hecho a sus padres tras unos inicios de carrera titubeantes, y a fe que la estaba cumpliendo con creces. Este año había obtenido las mejores notas de su carrera y, al fin, había alcanzado la salida del largo y árido túnel de leyes, artículos y disposiciones adicionales.
Compartía piso con otras dos estudiantes de Bellas Artes. En el momento en que acontece nuestro relato, se encontraban las dos ausentes por razones que no vienen al caso. Tener el piso para ella sola le producía una grata sensación de libertad que, por alguna peregrina razón, la retrotraía a los fines de semana de su infancia, cuando campaba a sus anchas por la hacienda rural de los abuelos.
Mientras se ponía un ligero pijama de verano, Laura discurrió con melancólico pesar que era una pena no poder embotellar la dicha de la niñez para tomarse un buen trago en esos momentos en los que andamos bajos de ánimo. No era el caso, sin embargo. Hoy había realizado el último examen, con resultados excelentes, y pasado mañana finalizaban las clases. El miércoles tomaría el avión e iría a pasar unos días en casa de los abuelos. Regresaría el jueves de la siguiente semana para recoger las notas y asistir a la fiesta de graduación. El futuro inmediato de Laura Valdemar no podía, pues, presentarse más halagüeño.
Pensando en todo esto, se durmió al fin con una amplia sonrisa iluminando su bello rostro.
Esa noche soñó que circulaba por una carretera desierta surcando una interminable y desolada planicie. Las gigantescas letras blancas emergieron del lejano horizonte como una escuadrilla de aviones de guerra. Remontaron el firmamento, intensamente azul, y terminaron explotando sobre su cabeza en un apocalíptico despliegue de fuegos artificiales.
Laura despertó con el corazón acelerado. La apoteósica experiencia onírica continuaba muy viva en su cabeza. 
En su colección de alejandrinos se incluían varios de su propia cosecha. Esa mañana añadió otro más a la lista.
                    Arañas en la noche, tejen tus pesadillas
Al día siguiente, en el bar de la Facultad, Laura se encontraba ojeando el periódico del día cuando se topó de nuevo con el dichoso spot ocupando las dos páginas centrales.

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                               EN ESTE PRECISO MOMENTO…

                                        FALTA UN DÍA…

Grandes letras blancas sobre fondo azul marino.
El hallazgo, aunque nada inesperado, suscitó una animada tertulia entre los integrantes de la mesa, todos estudiantes de Quinto de Derecho, todos a punto de obtener el salvoconducto para entrar en el mundo laboral.
Mientras caminaba de regreso a casa a lo largo del paseo marítimo, Laura continuaba dándole vueltas al asunto. La frase de 16 sílabas había enraizado en su cerebro y crecía con extraordinaria rapidez.
…Sé lo que estás sintiendo…
La futura abogada Valdemar se encontró de pronto discurriendo, fantaseando, sobre hermanos gemelos separados al nacer y conectados telepáticamente a miles de km. de distancia. Había oído y leído sobre algunos casos documentados en los que, efectivamente, había tenido lugar algún tipo de tele-conexión sensorial con una sincronización perfecta, inexplicable a ojos de la ciencia.
…Sé lo que estás sintiendo…

A Laura le vino a la mente la famosa novela de George Orwell, “1984”, y el gigantesco ojo del Gran Hermano que todo lo vigila. Es posible, después de todo, que se tratara de algo de ese tipo: una máquina fantástica capaz de controlar no sólo tus movimientos sino también tus pensamientos y hasta tus sentimientos.
La joven consiguió unir ambas teorías alumbrando un nuevo e inédito ejemplar de alejandrino que, inmediatamente, pasó a engalanar su imaginaria vitrina poética.
Allí dónde te escondas, te encontrará mi sangre.

Y al fin llegó el día D.
Ese 25 de mayo amaneció luminoso y cálido, con toda la fuerza y el esplendor de la primavera adulta.
Desde las primeras horas de esa jornada, la gente aguardaba con expectación creciente la resolución del misterioso mensaje. A las nueve de la mañana había aparecido lo que se suponía sería el penúltimo anuncio de la serie.

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                    EN ESTE PRECISO MOMENTO…

                          FALTAN 12 HORAS…

A medida que se acercaban las 21 horas, la hora H, la tensión y el nerviosismo que ya venían caminando a buen ritmo acabaron por galopar desbocados.
Laura Valdemar no recordaba la última vez que se había encontrado en tal estado de impaciente ansiedad, ni tan siquiera en la peor época de exámenes. La frase publicitaria, o lo que demonios fuera, el alejandrino defectuoso, había terminado por convertirse en una placentera obsesión.
A la hora de la merienda llamó por teléfono a una amiga para comentar el caso. Tras los iniciales saludos de rigor, aquella le soltó de corrido el ya célebre verso.
Ante la relativa sorpresa de Laura, pues sí que había triunfado el críptico spot de marras, su interlocutora le explicó, divertida, que lo tenía ahora mismo delante, en un cartel de unos 4x5 metros, situado justo enfrente de su casa.
En este caso, lógicamente, se limitaban a cambiar la fecha de la cuenta atrás.
Su amiga le aseguró que le resultaba casi imposible dejar de verlo, incluso cerrando los ojos, recalcó. Laura se apresuró a revelarle que ella también pensaba en el anuncio a todas horas y que, incluso, había llegado a soñar con él.
Después de despedirse, se acercó a la ventana. La tarde rebosaba una vitalidad deslumbrante. Laura, trasmutada en Diana Cazadora, tornó a armar la trampa con mano diestra, y otro verso, complaciente, se dejó atrapar sin resistencia.
                   Crisálida latente, eclosiona la Tierra.
El cielo lucía un azul intenso, un azul que le recordaba mucho…
En ese preciso momento, una avioneta surgió tras el enjambre de edificios y sobrevoló su posición. Tras ella, flameando al viento, arrastraba una enorme banda azul marino portando una larga leyenda blanca.
“No puede ser”, pensó Laura; pero lo era, vaya que sí.

                    SÉ LO QUE ESTÁS SINTIENDO
                    EN ESTE PRECISO MOMENTO…

                          FALTAN 3 HORAS…

Por tierra, mar y aire, atacan por todos lados, no hay escapatoria, se alarmó una estupefacta Laura. Desde luego, reflexionó la chica, el tipo o la empresa que esté detrás de todo esto no ha reparado en gastos. Menudo despliegue de medios se ha, se han, marcado. Toda esta parafernalia mediática tiene que costar una pasta. Muy bueno tiene que ser el producto anunciado, si es que de verdad hay alguno, para amortizar el gasto y, sobre todo, para no defraudar las colosales expectativas creadas.
¿Y si al final no fuera más que una gigantesca broma, qué? —Laura se interrogó a sí misma. No tardó en hallar la respuesta: sería, con toda seguridad, la broma más cara del mundo.
Tres horas, ha dicho que faltaban tres horas. Laura consultó el reloj y respingó palmeándose la frente. Con el dichoso spot de marras se le había pasado el tiempo sin darse cuenta. Su vuelo hacia tierras andaluzas partía en apenas tres horas y media, y aún tenía la maleta por hacer. Menos mal que ella, al igual que el gran Machado, solía andar ligera de equipaje.
“Cómo los hijos de la mar”—recitó mentalmente. Y al rato surgió la inevitable asociación de ideas. El omnipresente fondo marino…acabaría por odiarlo. Laura rugió, sacudiendo la cabeza con fingido hartazgo, y se encaminó, rauda, a su habitación.
El vuelo Barcelona-Sevilla tenía fijada su hora de salida para las 21.45. A las 20.50, Laura se hallaba sentada en la cafetería del aeropuerto esperando a que le sirvieran un capuchino. Había llegado con suficiente antelación para pillar sitio cerca del televisor.
Faltaban 15 minutos para la Gran Revelación.
El gentío se arremolinaba alrededor de las dos gigantescas pantallas ubicadas en el amplio recinto.
A las nueve en punto, como los siete días precedentes, el plasma se fundió en azul oscuro y el inefable mensaje hizo una última aparición triunfal.

                              SÉ LO QUE ESTÁS SINTIENDO
                               EN ESTE PRECISO MOMENTO…

El alejandrino defectuoso, nieve recién caída bajo el sol del mediodía, comenzó a pulsar, acompasadamente, mientras transitaba por toda la gama del arcoíris, y se despidió, al fin, destellando fulgurante, como una supernova en sus últimos estertores.
En un instante sublime todo el mundo se olvidó de respirar. Laura, boquiabierta, miraba embobada, con la taza suspendida y el capuchino enfriando.
En la sala sólo se oía el suave zumbido del aire acondicionado y las llamadas lejanas de los altavoces.
La pantalla cambió a negro, la negación de la luz, y así permaneció durante unos interminables 20 segundos.
Cuando, quién más, quién menos, todos pensaban que había finalizado la función, comenzaron a aparecer pequeños grupos de letras doradas, del tamaño de las precedentes, cual lingotes de diseño surcando un mar de alquitrán.

                       SÉ LO QUE ESTÁS SINTIENDO
                       EN MI PECHO HAY UN HUECO
                       TÚ LLEVAS EN EL TUYO
                       EL CORAZÓN DE UN MUERTO

En la sala se oyeron exclamaciones de asombro, gritos ahogados, murmullos de admiración y bufidos de indignación, pero nadie apartó sus ojos de la pantalla.
Una vez que el cuarteto de oro estuvo al completo sobre el escenario, comenzó su apoteósica actuación.
El decorado cambió. El fúnebre azabache mutó en rojo sangre. Las letras comenzaron a latir con un ritmo pausado y poderoso, imitando la cadencia cardiaca de un atleta a la hora de la siesta.
Transcurrió un minuto, 45 pulsaciones exactas, y todo terminó.
Laura se tomó su café frío con los ojos cerrados. Aun así, seguía viendo la leyenda palpitante formada por 4 versos heptasílabos: dos alejandrinos perfectos. Su avezado ojo métrico los reconoció enseguida, dos piezas más para su colección.
En las jornadas siguientes, el misterioso anuncio continuó siendo el tema principal de conversación en los más variopintos ámbitos.
El anuncio marinero se convirtió en el anuncio fantasma, e incluso en el anuncio del fantasma en el especial de Cuarto Milenio realizado por Iker Jiménez.
Se habló de locura surrealista, y también de experimento sociológico y sicológico, dónde todos los ciudadanos serían conejillos de indias; unos lo tildaron de broma de muy mal gusto, otros hablaron de montaje descabellado…
Sé lo que estás sintiendo…
…intriga, asombro, incredulidad, pasmo, irritación, admiración, inquietud, desengaño, alarma, desasosiego, inseguridad, decepción, estupefacción, entusiasmo, frustración…
El repertorio de emociones llegó a ser más amplio y variado que el catálogo de una tienda de Los Chinos.
Aunque las hipótesis sobre el caso proliferaron más que una plaga de hongos locos, nunca se llegó a descubrir el cerebro que lo había planeado, ni la mano ejecutora, ni las causas de tan singular proceder. Hordas de avezados sabuesos rastrearon a fondo las escasas pistas con nulos resultados. Al final del hilo sólo encontraron un abismo, silencioso y vacío.
Al parecer, el spot había sido enviado a los distintos medios difusores a través de una cuenta de correo electrónico. Las astronómicas facturas se habían satisfecho religiosamente en un único ingreso mediante trasferencia bancaria. Ambas cuentas habían sido canceladas inmediatamente después sin dejar el más mínimo rastro de los titulares de las mismas.
Entre el aluvión de teorías elaboradas al respecto, cobró relativa fuerza durante algún tiempo la que hablaba de un supuesto multimillonario excéntrico cuyo hijo, muerto en plena juventud en un hipotético accidente, habría sido donante de órganos. Se trataría pues de un extraño homenaje a la memoria de su primogénito, así como al resto de personas que pudieran haberse encontrado en similares y dramáticas circunstancias.
Ahí quedó todo. Nadie fue capaz de concretar su identidad ni de aportar un solo dato que permitiera albergar alguna esperanza sobre la existencia de tan esperpéntico personaje.
Interpeladas al respecto, la Organización Nacional de Trasplantes y la Asociación Nacional de Donantes de Órganos se mostraron escandalizadas, y negaron tajantemente cualquier implicación en el asunto, calificándolo como un lamentable y frívolo espectáculo a costa de un tema extremadamente serio. Con la vida no se juega, sentenciaron, indignados, los respectivos portavoces.
Eso sí, luego, por lo bajo y en privado, reconocían a regañadientes que todo el rocambolesco episodio les había supuesto una inestimable publicidad.
Otra noticia, más trágica y repentina, compitió durante esos días con el anuncio fantasma, del fantasma, en los titulares de prensa y TV.
El avión de Iberia que cubría el vuelo de las 21.45 entre Barcelona y Sevilla se estrelló a la altura de la Sierra de Alcaraz. Como suele suceder en estos casos, no hubo supervivientes.
Según las grabaciones registradas en la Torre de Control en los momentos previos a la catástrofe, el comandante del aparato, un Boeing 767, sufrió un infarto casi fulminante. Por razones desconocidas, aunque se especula con un posible desmayo o una eventual ausencia de la cabina, el copiloto no logró hacerse con el control de la nave.
Durante muchas noches, los vigilantes de la torre continuaron oyendo los desesperados gritos de las azafatas y los pasajeros.
…Sé lo que estás sintiendo…

Mientras leía la infausta noticia, cómodamente instalada en uno de los bancos del parque, a la sombra de un roble varias veces centenario, Laura Valdemar no dejaba de pellizcarse para convencerse de que seguía en el mundo de los vivos.
Con todo el barullo que se montó en la cafetería, tras la Gran Revelación, se le había ido el santo al cielo mientras ella se quedaba en tierra.
Al final, el bendito spot le había salvado la vida.
…Sé lo que estás sintiendo…
Durante muchos minutos, tras enterarse del accidente, Laura había sido incapaz de sentir nada. Sólo atinó a llorar, mientras todo su cuerpo temblaba presa de incontrolable emoción.
…Sé lo que estás sintiendo…
Y como fantástico colofón a esta singular historia, hay que decir que nuestra joven y afortunada protagonista logró engrosar su ilustrada colección con un postrero espécimen de categoría.

            Mi guardián verdadero, un falso alejandrino.

Y como diría el gran Lope de Vega…
…Contad si son catorce, y está hecho.